2 Re 24, 8-17; Sal 78; Mt 7, 21-29.
“No todo el que me diga: ¡Señor, Señor…!
…sino el que cumpla la voluntad de mi Padre entrará en el reino”. Así termina Jesús el Sermón de la Montaña.
Ayer nos decía que a los auténticos o a los falsos profetas se les reconocerá por sus frutos. De los fariseos dirá que no pueden ser ejemplo para nadie porque dicen una cosa y hacen otra, que aparentan ser santos, pero tienen el corazón corrompido, como los bonitos y limpios sepulcros. También nos dirá, de muchas maneras, que el amor es lo único que nos salvará, y lo único que salvará ese mundo; pero el amor no solo declarado en un bello poema, sino vivido, sufrido, demostrado de mil formas.
No solo decir ¡Señor, Señor! a Jesús, sino hacerlo mi Señor. Acogerlo, colocarlo en el centro de mi existencia, configurarme con él, dejar que tome las riendas de mi vida y me conduzca por los caminos que él conoce, caminos que me llevarán, sin duda, a la verdad, a la autenticidad y a la luz. Decir es muy fácil (nos lo recuerdan a diario los candidatos). Empeñar en ese decir nuestra vida, sustentar esas palabras con nuestros actos, es un poco más difícil.
Jesús, quiero decirte “Señor” con toda verdad.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Silviano Calderón, cm
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