Lev 19, 1-2. 11-18; Sal 18, 8-15; Mt 25, 31-46.
Puedes imaginarte la escena sin esfuerzos. Tienes diecisiete años. Estás en un salón de clase.
Es el día del examen. Ante ti están tus papeles en blanco. Y el profesor pasa a cada alumno un breve papel escrito. En él puedes leer las dos preguntas del exa- men sobre un personaje histórico del México del siglo XIX.
Y tú te pones a contestar. Y escribes y escribes. No sabes nada de ese personaje, pero sigues escribiendo y luciendo tus conocimientos sobre el arte barroco y sus características. (Esos saberes se los debías a tu profesora preferida). Después de rellenar cinco largas páginas, en- tregas el examen. Y te vas.
Al salir, diversos compañeros te preguntan, extrañados, cómo escribiste tanto. Y tú te dejas admirar y te sientes en las nubes. Pero, si no se nos corta, siempre hay un día siguiente. Y en la siguiente clase, tu examinador te da en un papel, entre admiraciones, la siguiente calificación ¡¡0!!
De esto nos habla el evangelio de hoy. Jesús nos hace las preguntas del examen final: Tuve hambre, ¿me diste de comer? Tuve sed, ¿me diste de beber? Era forastero, ¿me acogiste? Estaba desnudo, ¿me diste algo con qué vestirme? Estaba enfermo o en la cárcel, ¿me visitaste o ayudaste? … Pues lo que hiciste con mis hermanos necesitados, conmigo lo hiciste.
Y, entonces, ese día, nuestras brillantes respuestas sobre el barroco, sobre el brillante ego, o sobre la cuenta corriente, ¿para qué nos servirán?
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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