Estando estudiando en Roma, me llamó la atención que el día de Nochevieja, a las doce de la noche, muchas familias tiraban a la calle trastos y ropa vieja que ya no les interesaba. Propongo hacer lo mismo con nuestro interior, vaciarlo de malos recuerdos, ofensas, venganzas, y perdonar. El perdón desarrolla la personalidad de quien toma la decisión de perdonar, ayuda a superar las limitaciones de las relaciones interpersonales y fortalece la amistad y la fraternidad. En mitad del discurso eclesiástico de Jesús a sus discípulos (Mt 18, 15-18) hallamos la corrección fraterna y el perdón con el objetivo de ganar al hermano como clave de la vida comunitaria. Perdonar para unir a todos atrae la oración, fortalece la comunidad y facilita la acogida sin tener en cuenta las faltas de los hermanos. Es un esfuerzo diario que restablece la confianza y apuesta por el agresor, haciendo las paces, dándose la mano y asumiendo responsabilidades.
El rencor no tiene entrañas de misericordia
Al perdón se opone el rencor. El rencor es una espina clavada en el corazón, que cada vez que la tocan, duele; es un tumor que crece y hace metástasis en los miembros sanos; es el óxido en las cosas que afea, infecta, destruye; es un virus que se contagia por todas partes de manera rápida y sencilla, dañando las relaciones con uno mismo, con los demás y con Dios. El rencor aumenta el complejo de culpa, los deseos ofensivos y la venganza.
Vamos descalzos en un mundo con espinas. La emotividad a flor de piel llena de enojo por las injusticias que se ven o porque los demás no se portan como uno quiere. Cuando se frustran expectativas aparece el rencor, frecuente en las relaciones diarias entre las personas. Nos ofenden los familiares, amigos, allegados y personas amadas a quienes hemos revelado un secreto o han olvidado sus promesas. Es duro, pero las mayores heridas suceden en la vida familiar y entre conocidos, y hay que perdonarlos, pero también al conductor irresponsable, al médico con diagnóstico equivocado, al ladrón que viola la intimidad, al que tiene ideas políticas distintas.
Perdonar es una decisión dolorosa, es unir la gracia de Dios y el esfuerzo humano; es quitarle las cargas y unir al hermano, es declararle inocente porque “no sabe lo que hace”. Perdonar sana, da paz, es una ofrenda de amor que une lo humano y lo divino. “El perdón es como una flor oculta que florece en medio del dolor”, es el reflejo humano de la misericordia divina.
Renacer a través del perdón
Se dice que “el ave fénix” resurge de sus cenizas para una vida nueva. Perdonar y reconciliar es vivir como el ave fénix, renaciendo de las cenizas del rencor a una vida sana con paciencia y fortaleza interior. El orgullo y la autosuficiencia impiden perdonarse uno mismo por influencia y presión de la sociedad que continuamente nos señala nuestras limitaciones y nos hace sentirnos humillados y avergonzados.
El perdón a los demás comienza con la decisión de no juzgarlos, apostando por el valor y la dignidad del ofensor, porque es frágil y débil, capaz de ser mejor y lo ama como a un hermano. Porque perdón se identifica con el amor a quien nos ha ofendido.
Tener amor es saber soportar, ser bondadoso; “es no tener envidia ni ser orgulloso ni grosero ni egoísta; es no enojarse ni guardar rencor; es no alegrarse de las injusticias, sino de la verdad” (1 Co 13,4-6); es expulsar el miedo: “Donde hay amor no hay miedo. Al contrario, el amor perfecto echa fuera el miedo, pues el miedo supone el castigo. Por eso, si alguien tiene miedo, es que no ha llegado a amar perfectamente” (1 Jn 4,18). Perdonar conduce a la plenitud de la vida y contagia de alegría en todos los ambientes.
Autor: Benito Martínez, C.M.
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