Sab 3, 1-9; Sal 24; Rom 5, 5-11; Jn 6, 37-40.
“Esta es la voluntad del que me ha enviado: que todo el que crea en el Hijo tenga vida eterna y yo lo resucite…”
A los difuntos enterrados hace sesenta mil años en la caverna de Shanidar (en los Montes Zagros), las familias les llevaban flores. Los científicos encontraron polen de malvas, claveles, jacintos, etc. Pero, ¿acaso alguien le pone flores a la nada?
Un día –era el siglo V antes de Cristo– el rey Jerjes rompió a llorar de forma inconsolable. Estaba en las llanuras de los Dardanelos y tenía ante sí la victoriosa muchedumbre de sus soldados. Artabano, trató de consolarlo, pero todo su esfuerzo fue inútil. Jerjes sólo supo decirle, entre lágrimas: “dentro de cien años ninguno de los presentes tendrá vida”.
La mayoría de antepasados de los diversos grupos sospecharon de la vida tras de la muerte. Los últimos libros del Antiguo Testamento comenzaron a afirmar con seguridad la resurrección de los muertos. Y Jesús, además de resucitar él, nos dijo: Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí no morirá jamás. “Dios llevará consigo a los que murieron con Jesús” nos dice el primer escrito del Nuevo Testamento (Tes 4, 14).
Mis hermanos difuntos y mis amigos idos están en la casa del Padre, viven por siempre en Jesucristo. Pero tengo presente lo que Vicente de Paúl escribía a un compañero: “Recuerde que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, que nuestra vida ha de estar escondida en Jesucristo y llena de Jesucristo…”.
Madre nuestra, María, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
0 comentarios