Un día de 1645 santa Luisa de Marillac hizo la oración sobre el futuro de la Compañía cuya aprobación había pedido al arzobispo de Paris. Medita cómo tres años antes Dios le había dado un aviso, cuando impidió que ella, san Vicente y muchas señoras de la Caridad se reunieran en una sala que se desplomó, evitando así la muerte de alguno de ellos (E 53). Ese día se salvó la Compañía. Hasta ese año no aparece que meditara sobre ese aviso ni sobre la Noche mística que tuvo 22 años antes en la que Dios le comunicó que llegaría un tiempo en que estaría en condiciones de hacer voto de pobreza, de castidad y de obediencia en una pequeña comunidad dedicada a servir al prójimo en la que algunas harían lo mismo (E 3).
Este año de 1645 comprende todo y le escribe a san Vicente que Dios le avisa a él que no se oponga a que el Superior General de la Congregación de la Misión lo sea también de la Compañía de las Hijas de la Caridad, pues de lo contrario la Compañía desaparecería. Pero también escribe a sus hijas que, para que la Compañía no desaparezca, deben vivir en gran unión de corazones que las impida indignarse contra las acciones de las demás y les dé tolerancia y mansedumbre cordial hacia el prójimo; a esto las ayudarían los diálogos familiares que se habían propuesto tener los viernes y las conferencias mensuales; y pedir en las confesiones extraordinarias medios para adquirir esa virtud y la del abandono total en la divina Providencia, ya que era una de las cosas más señaladas que Dios les pedía para que la Compañía pudiese subsistir (E 53).
Hoy el Señor dice a las Hermanas lo mismo que dijo a santa Luisa: esforzaos en conservar la comunidad por medio del diálogo, primero, como lugar donde encuentren la felicidad y ayuden a las compañeras a vivirla; segundo, como lugar tranquilo para la oración; y tercero, como lugar desde donde van a servir a los pobres como amigas.
Si no vivís unidas, la comunidad desaparece
Para realizar los tres puntos, dice el Papa Francisco, tiene que haber lío en las comunidades. El lío de defenderse de todo lo que sea mundanidad, instalación, comodidad, autoritarismo. Pues vivir en comunidad no es broma, es muy serio. Es la forma de vida de las Hijas de la Caridad, como la familia lo es para otras personas, y en esa forma de vida encontrarán la felicidad para la que han sido creadas.
Pero ni la comunidad puede sobrevivir ni las Hermanas ser felices si no viven unidas. Todas y cada una de las Hermanas comparten los mismos proyectos, los mismos objetivos y los mismos triunfos y tristezas, respetando la forma de ser, de sentir y de pensar que tiene cada Hermana y le da el convencimiento de ser ella, vivir libre y estar contenta. Estando unidas, todas lograrán la felicidad.
Fomentar y cultivar la unión comunitaria no es una tarea fácil ante la realidad que nos domina y ante los medios de comunicación que suelen mezclar la libertad y el libertinaje, autoridad y sumisión. Para vivir unidas no basta vivir juntas. “Comunidad junta”, es aquella que vive bajo un mismo techo, pero puede estar desarticulada, viviendo cada Hermana su propio mundo sin conocer la vida de las compañeras ni sus problemas. “Comunidad unida”, es un equipo organizado, donde todas las Hermanas se ayudan mutuamente y todo está enmarcado en el plano del amor que consolida la tolerancia y el acuerdo, aunque tengan puntos de vista diferentes. Cada Hermana es única con cualidades y defectos propios, y el amor las lleva a aceptarse como son y a escucharse sin culpabilizar a nadie, ya que la comunidad unida no es perfecta, y también sufre situaciones difíciles, como las piedras del camino necesarias para poder avanzar.
Testimonio pastoral de la comunidad unida
Una faceta de la evangelización es transmitir que es posible y de gran valor social vivir en una familia unida, sustentada en el matrimonio indisoluble vivido en el amor, y las Hijas de la Caridad lo demuestran con su vida de comunidad en unión y en amor. La comunidad es un espacio privilegiado para testimoniar la aceptación mutua entre los ciudadanos a pesar de las diferencias personales y locales. En este sentido las comunidades constituyen un claro ejemplo de relaciones solidarias, capaces de unir visiones distintas sobre un objetivo común. La complejidad de los Estados y de las familias del mundo moderno es una realidad. Y en ese laberinto la comunidad unida es un espejo donde los esposos, en unas ocasiones, los padres y los hijos, en otras, y los ciudadanos siempre vayan viendo la forma de enfrentar las dificultades diarias y detener el derrumbe de la familia y las naciones.
Cierto, la familia no puede ser como ha sido hasta no hace muchos años: más o menos extensa y con relaciones más o menos íntimas, ya que el modelo de vida familiar no puede ser absolutizado. No sólo va desapareciendo la familia numerosa, también desaparece la familia compuesta por un hombre y una mujer, por unos esposos y unos hijos, y cada día se extienden más las familias monoparentales y unisexuales. Pero mientras los hijos menores necesitan de los padres, la familia formada por padres e hijos debe estar unida por el amor, el compartir y la concordia. Cualidades que todo niño quiere sentir en su familia y que las Hijas de la Caridad las viven en comunidad. La comunidad vicenciana da esperanza a los hombres de cualquier nación, si contemplan que la vida fraterna es posible porque hay mujeres que ya la viven.
Amar a todos corre el peligro de no amar a nadie, el amor se concretiza en el grupo de personas que están a nuestro lado, y el grupo más cercano para las Hermanas es la comunidad. La sociedad envidia esos oasis donde se vive la unión y la paz.
Los pobres contemplan cómo, a pesar del individualismo de la sociedad actual, los hombres tienden a agruparse en asociaciones, gremios o equipos, con un sentido corporativista, pero por sus intereses: tener fuerza para lograr la eficacia en sus fines y no por amor a los débiles. Los pobres buscan la solidaridad, la justicia y la igualdad y tienen esperanza de encontrarlas en las comunidades de Hijas de la Caridad.
Muchas familias y pueblos no tienen fe, rechazan la religión y menosprecian a las “monjas” y al clero, porque solo ven negativamente lo que la Iglesia ha hecho en la historia y hace en la actualidad. Pero, si compartimos con ellos la unión, descubrirán que la justicia, la igualdad y la solidaridad con los pobres no es monopolio de los sindicatos o de los partidos políticos, sino que también la ejercen unas mujeres que viven en comunidad. Cuando las tratan, un testimonio penetra en la sociedad y en las familias: que es posible vivir unidos y ser felices.
Mirando la sociedad actual vemos que ha fallado, porque hay millones de pobres que no pueden ser felices. Es tal el culto que ha hecho al dios dinero, que estamos presenciando una praxis de exclusión de los pobres. Los pensionistas son excluidos de la vida social, de tal manera que se podría pensar que a muchos se les aplica una especie de eutanasia escondida, porque apenas pueden vivir con la pensión que reciben. Peor aún es la eutanasia cultural: no pueden hablar ni actuar libremente, muchos no pueden vivir el calor familiar y se van a residencias. También son excluidos los jóvenes en paro, perdiendo la experiencia de una dignidad ganada con el trabajo. Muchos jóvenes no pueden casarse ni luchar por los valores que aporta una familia. La cultura actual considera el matrimonio simplemente como una unión temporal para pasar el tiempo con un compañero o compañera, y piensa que el matrimonio cristiano ya no vale.
En la comunidad se dialoga
La comunidad vicenciana necesita alimentarse de actividades que unen, como orar en común, compartir sus pensamientos con los compañeros y compañeras, eucaristía comunitaria, intercambios, salidas y esparcimiento en común, tareas domésticas realizadas por todas. Pero lo más importante es que la comunidad dialogue, especialmente cuando hay que enfrentarse a los problemas. Sin comunicación no hay comunidad. En la comunidad vicenciana, hay por lo menos, un momento al día, la recreación, en donde el diálogo y la comunicación son los protagonistas. Una comunidad donde las Hermanas viven como desconocidas no sería una comunidad.
Jesús llama bienaventurados e hijos de Dios a los que trabajan por la paz, y la paz no se logra con las armas, sino con el diálogo, urgente y necesario en las relaciones internacionales y nacionales, en la solución de los problemas sociales y laborables, y en los vínculos entre las Iglesias. Es un signo de los tiempos. Se habla mucho de inculturación, pero debiéramos hablar de diálogo como mediación entre las autonomías y los estados, entre la Compañía y el mundo para trabajar juntos en bien de los pobres. Puesto que sois hijas de la caridad, del amor, y Dios es amor, seréis llamadas hijas de Dios.
Para mejor ayudar a los pobres, las Hijas de la Caridad tienen que relacionarse con laicos, sacerdotes, Obispos y con otras Congregaciones. Los fundadores conversaron con la reina, ministros, cardenales, obispos, con el jansenista Saint-Cyran, con jesuitas y visitandinas en bien de la Iglesia y de los pobres.
Pero también hay que dialogar dentro de las comunidades entre las Hermanas. Así lo consideró la Asamblea General de 2009, cuando propuso que, para “vivir juntas en una gran unión”, había que intensificar la calidad de los intercambios comunitarios en un clima de escucha mutua y de diálogo que deben formar parte imprescindible de las estructuras de la comunidad vicenciana en estos tiempos en los que la Iglesia y las congregaciones religiosas son tachadas de autoritarias e impositivas.
Si la unión de las Hermanas sólo es posible viviendo unas relaciones fraternales, convencidas de la necesidad de compartir experiencias de Dios, inquietudes apostólicas, gozos y esperanzas, alegrías y tristezas, la base de toda comunicación es el diálogo. Hiere el silencio de una compañera o la imposición de la autoridad sin que medie un diálogo constructivo, porque el diálogo es muestra de confianza y cariño. Sin diálogo no hay caridad, pues la caridad hoy día se llama diálogo, decía Pablo VI (ES 26). El diálogo es el puente que une a los ciudadanos y a ti con los pobres para acogerte como amiga.
¿Qué es el diálogo?
Qué es dialogar lo explicaba Clara Lubich en Radio Vaticana (9-02-2001): Dialogar significa “escuchar lo que el otro tiene en el corazón: abrirse del todo. Significa dejar a un lado todos nuestros pensamientos, los afectos de corazón, las ataduras. Dejar a un lado todo para poder «entrar» en el otro. Y esto suscita la escucha recíproca y, en el caso del diálogo, ponernos de acuerdo para vivirlos juntos”.
El diálogo lleva a salir de nosotros mismos y abrirnos a los demás. Nos permite comunicar nuestras inquietudes y escuchar lo que otros piensan y sienten. El diálogo ayuda a construir puentes y a aceptar nuestras diferencias y enfoques distintos de los valores. Es un medio para que “la Comunidad sea una comunión en la que cada una da y recibe, poniendo al servicio de todas cuanto es y cuanto tiene” (C. 32).
No conviene ocultar las dificultades del diálogo, pues nadie nace sabiendo dialogar; dialogar es un arte que exige a cada uno un aprendizaje continuo. Es importante que la comunidad sea escuela de diálogo. Hablar es propio de los hombres y nos distingue de los animales, pero dialogar es propio de los sabios. El arte de dialogar se hace difícil y solemos hablar sin escuchar al otro, decir nuestras razones sin importarnos la de los demás. Hablar y hablar, pero sin escuchar.
¡Cuántas veces interrumpimos a la Hermana que habla, cuántas veces rechazamos lo que siente, aceptando sólo las opiniones que coinciden con las nuestras y subestimamos sus sentimientos, creyéndonos tan expertos que ya tenemos las respuestas antes de contarnos la mitad! ¡Cuántas veces pensamos que es la otra la que está equivocada!
Espiritualidad del diálogo
El diálogo no es una realidad meramente sociológica o comunitaria, también tiene una dimensión espiritual, desde la misma Trinidad que es un diálogo de relaciones entre las tres divinas Personas, como decía san Vicente: “El Padre y el Hijo no han dejado nunca de dialogar, y ese amor mutuo ha producido eternamente al Espíritu Santo” (XI, 444). Jesús anunció el Reino de Dios dialogando con las gentes, y la Iglesia tiene que proclamar la Buena Noticia a través del diálogo. Quien no transmite el mensaje evangélico dialogando no evangeliza bien, pues el evangelio no se impone, se propone.
Y esto hay que tenerlo presente en el servicio con los pobres. Si los fundadores decían que los pobres eran tus amos y señores y tú, su sirvienta, el servicio solo es eficaz si se realiza por medio de un diálogo entre amigos: tú y los pobres.
Por eso debiéramos aprender a dialogar en la oración, cuya esencia no es nada más que un diálogo entre tú y Dios, como dice santa Luisa: cuando hacemos oración hablamos con Dios que puede indicarnos su bondad rebajándose hasta ese punto y elevándonos de esa forma (IX, 377).
Metas en diálogo comunitario y en el servicio
Por medio de la conversación las Hermanas se conocen mejor y descubren unas facetas de las compañeras que parecían ocultas: dolores, alegrías, dificultades personales, familiares y de los pobres. ¡Cuántas veces, después de una conversación desaparecen las murmuraciones y las envidias, y nacen la amistad, el perdón y la comunión!
Y esto sucede también cuando conversamos con los pobres como amigos y nos descubren sus miserias y desgracias, las bofetadas que han recibido en la vida y hasta la ilusión que ha nacido en ellos por el mero hecho de haber podido conversar contigo.
Con un talante dialogante se resuelven muchos problemas comunitarios o relacionados con el servicio. Las Hermanas se sienten con libertad viendo que no se les imponen las soluciones, sino que se dialoga y se aclaran los hechos. Con el diálogo se superan los conflictos, se evitan los enfrentamientos y nos vestimos de humildad, sabiendo ceder en las opiniones, que considerábamos intocables. Desaparece el aire de superioridad convencidos de tener la verdad, y dispone a buscarla y a encontrarla, aunque no sea la que yo propongo. Esto supone que el amor propio y los intereses personales están controlados por la humildad. Y exige hablar con sinceridad, sin engañar, con la sencillez que forma parte de nuestro espíritu. Si fingimos o tenemos intenciones ocultas, el diálogo muere. La sencillez o sinceridad se sustentan en la capacidad de creer en el otro.
A estas condiciones personales se añaden unas características objetivas propias de todo diálogo. La primera es que sea un diálogo abierto a todas las Hermanas de la comunidad y que cada una se sienta libre para expresarse con total libertad, que su timidez no experimente el peso de otras Hermanas consideradas inteligentes de tal manera que su prestigio controle las decisiones. Ser libre supone la caridad propia del espíritu vicenciano para que ninguna Hermana se sienta cohibida por el carácter impositivo o genio pronto de alguna compañera que involuntariamente impone las conclusiones.
Y no tener prisa por acabar. Esto es duro para unas mujeres que tienen tanto que hacer. Pero hay que saber prolongar el diálogo todo lo que sea necesario para no dar soluciones imperfectas, precipitadas o incompletas.
Nuestros interlocutores suelen ser personas que quieren y saben dialogar: religiosos y Hermanas que están bien preparados, buscan a Dios y quieren ayudar a los pobres que también desean conversar con personas que se interesan por ellos.
De la Virgen Milagrosa podemos aprender una característica del diálogo, conocer los problemas y las necesidades de las personas con las que conversamos, interesarnos por ellos y buscar soluciones. Lo encontramos en el diálogo que mantuvo con santa Catalina la noche del 18 de julio de 1830. Fue un diálogo humilde, sencillo y empapado de caridad, reflejado en la medalla que nos mandó acuñar.
Autor: Benito Martínez, C.M.
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