Hch 2, 36-41; Sal 32, 4-5. 18-22; Jn 20, 11-18.
“¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?”
María Magdalena “estaba llorando junto al sepulcro y, mientras lloraba, se inclinó hacia el sepulcro”. Pero allí no había nada. Primero lo prendieron, luego me lo mataron, y ahora ni siquiera me queda su cadáver. Como esas madres de “desaparecidos” que reclaman al menos sus restos. ¿Cómo no he de llorar, si se han llevado a mi Señor? Si las piedras supieran lo que es esta pérdida, hasta ellas llorarían sin consuelo. También Pedro rompió a llorar cuando lo perdió por negarlo.
“Si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto”, le pide Magdalena al personaje del huerto. Es claro que si el otro se lo hubiera llevado “no se lo iba a decir –comenta san Juan de la Cruz–. Pero esto tiene la fuerza y la vehemencia del amor, que todo le parece posible…, porque no cree que haya otra cosa en que nadie se deba emplear ni buscar, sino a quien ella busca y a quien ella ama…”. María Magdalena sabía a quién buscaba, pero él era más de lo que ella sabía. “¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Lo buscaba entre los muertos, pero él ya no estaba entre los muertos. “¡María!”, le dice Jesús resucitado. Y, entonces, ella lo reconoció.
¡Nadie, como tú, sabe pronunciar mi nombre! El que me llamaba así, cuando yo lo seguía desde Galilea, el que vi crucificado y muerto, es el mismo que me llama ahora. Y yo conozco su voz (Jn 10, 4).
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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