En este año que celebra el 400 aniversario del comienzo del Carisma Vicenciano, pienso si el carisma que viven hoy las Hijas de la Caridad es el auténtico. Porque el pueblo sencillo, asqueado, grita que todo es mentira, cuando ve a poderosos explotando, a políticos corruptos, a la gente engañándose unos a otros y a eclesiásticos defendiendo sus intereses personales, y pide a las Hermanas que sean sinceras, sin engaño, que vivan como auténticas Hijas de la Caridad, que vivan su carisma de servir a Jesucristo en los pobres con un espíritu de caridad, sencillez y humildad. Pero estas virtudes de su espíritu ¿son virtudes actuales o debiéramos fijarnos en otras parecidas que brotan de unas entrañas de compasión, cordialidad y perdón, como señalaba santa Luisa a las Hermanas de Richelieu? (c. 420).
Para ser auténticos, todos los bautizados tienen que reproducir en lo humanamente posible la cara de Cristo, pero cada creyente acentúa unos rasgos más que otros, según su sicología y la vocación a la que se siente llamado. Ser mujer humana o compasiva es la identidad que dio san Vicente a las Hijas de la Caridad: “Ejercitan la misericordia, que es esa hermosa virtud de la que se ha dicho: Lo propio de Dios es la misericordia”. Y animaba: “Cuando vayamos a ver a los pobres, hemos de entrar en sus sentimientos para sufrir con ellos. ¡Oh Salvador, no permitas que abusemos de nuestra vocación ni quites de esta compañía el espíritu de misericordia! ¿Qué sería de nosotros, si nos retirases tu misericordia?”[1] No era raro en él exclamar: “¡por las entrañas de Jesucristo!”, “¡por la misericordia de Jesucristo!”
Es el rasgo que también les propuso Juan Pablo II en 1997, cuando escribía a Sor Juana Elizondo, Superiora General, que “las Hijas de la Caridad tienen por vocación ser el rostro de amor y misericordia de Cristo”. Frase provocadora, al decir que su vocación no es servir a los pobres sino expresarles el amor y la misericordia de Jesús, como el Samaritano y el Padre del hijo pródigo. La Hija de la Caridad está llamada a poner misericordia en el mundo, a “poner corazón” en los engranajes de la vida moderna, a sostener la vida del desvalido y, para establecer lazos de amistad, acercarse personal y comunitariamente a la gente que sufre.
Y si la identidad es lo que hace que seáis Hija de la Caridad, hay que concluir que, si no sois humanas y compasivas, no sois Hijas de la Caridad. De ahí que san Vicente no pudiera comprender que un misionero o una Hija de la Caridad no se revistiera de la compasión de Jesús: «¡Cómo! ¡Ser cristiano y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfermo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura; es carecer de humanidad; es ser peor que las bestias» (XI, 562).
La gente creerá a una Hija de la Caridad, si la ve compasiva. Porque los corazones de los hombres, hoy, no albergan demasiada misericordia, están bloqueados; son sacos sin fondo para atesorar, no importa con qué medios, aunque sean injustos. Conservan unas relaciones cívicas correctas, llamadas educación, pero son humanos deshumanizados, a los que les son indiferentes los sufrimientos ajenos en esta sociedad donde solo triunfan los fuertes. La técnica, la eficacia y la burocracia han destruido la ternura. Esta sociedad no tiene puestos de trabajos para todos y se ha convertido en un estadio donde se forma a los hombres para resistir y superar las dificultades y no mostrar compasión con los que pierden, rivales suyos. Vuelve a ser realidad el adagio romano el hombre es un lobo para el hombre, y lo que hace años aseguró Mons. Uriarte “Los triunfadores natos suelen ser poco propensos a la misericordia”. Necesitamos mostrar nuestros sentimientos, incluso las lágrimas, y echar de nosotros la mirada fría.
El Papa Francisco, en la Bula La cara de la Misericordia se lamenta: “¡Hay tanta necesidad de misericordia!”, “¡Cómo deseo que los años venideros estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios!” (MV, 5). Y presenta a Dios como el “Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad” (Ex 34,6), que envía a su Hijo al mundo para decirnos en parábolas, curaciones y acogida de pecadores que “quiere misericordia y no sacrificios” (Mt 9,13; 12,7), hasta exclamar: “Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”. Por eso la encíclica Rico en misericordia afirma que creer en Dios es creer en su misericordia (n. 8).
El mundo lleva siglos siendo gobernado por la razón. Ya es hora de que sea dirigido por el corazón y la misericordia. La razón es una facultad admirable, considerada la raíz de todo adelanto. Quien la emplea en bien de la sociedad consigue el bienestar y la paz. En realidad, cabeza y corazón se necesitan. Para una ayuda eficaz a los pobres, las Hijas de la Caridad necesitan una mente que discierna y organice, pero para servirlos prefieren el corazón. Si falta el corazón, la convivencia resulta un pedregal y los pobres pasan desapercibidos. Llama la atención que santa Luisa insista en la tolerancia y la cordialidad para la convivencia, pero que resalte la compasión para servir a los pobres.
La misericordia y compasión
Misericordia significa tener corazón ante la miseria ajena, como el buen Samaritano y san Vicente: “los pobres son mi peso y mi dolor”. O como santa Luisa que aconseja a sus hijas que tengan “gran compasión por los pobres enfermos que sufren sin otra asistencia corporal ni espiritual que la que ellas les dan”[2].
La misericordia es una montaña con dos vertientes: por un lado, la compasión y por el otro, el perdón, y llamamos cordialidad a la vegetación que la embellece. Pero una compasión sin límites: “sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”, y un perdón incondicional “hasta setenta veces siete”[3].
La compasión y la cordialidad son un componente de la caridad. La caridad es más profunda, la compasión y la cordialidad, más humildes. La compasión es un amor más bajo que la caridad, pues solo se mueve ante el dolor, pero es más asequible. Quien no ama a quien ve sufrir, difícilmente amará a quien ve triunfar. La compasión viene a ser la raíz que alimenta el corazón de una Hija de la Caridad, y la caridad, el fruto, mientras que la cordialidad es la naturalidad, el rostro amable con que la compasión y el perdón se presentan ante los pobres, es la luz y el aire fresco que hace agradable la estancia en una casa. Por su parte, el perdón despeja el camino a las Hermanas para olvidar y acoger.
Ni la cordialidad ni la compasión suprimen el dolor, pero desempeñan un papel de bálsamo y animan a actuar contra el mal por medio de la caridad. La misericordia no exige que tenga que sufrir quien se compadece. Jesús en la última Cena desahogó su tristeza, pero a sus discípulos los consuela y anima. Santa Luisa sintió toda clase de sufrimientos “desde su mismo nacimiento” y gritó a san Vicente para que la ayudara, pero nunca pidió que sufrieran con ella. Tampoco exigió a las Hermanas que sufrieran con las compañeras enfermas, aunque siempre quiso encontrar a una persona compasiva y cordial[4]. Porque, si el sufrimiento es malo, hay que huir del dolor, a no ser para compartir el dolor ajeno y aliviar su sufrimiento. La compasión asume una parte del dolor de quien sufre para que el otro sufra menos. Quien sufre siente menos dolor al no estar solo y tener a un amigo que comparte sus penas, busca soluciones y le llena de esperanza.
La compasión lleva a ver los defectos de las Hermanas como sufrimiento de la compañera más que como ofensa; empuja a ayudarla más que a murmurar, deshace los agravios guardados en el recuerdo, da el perdón, anulando el resentimiento de nuestro corazón, aleja los reproches y ofrece nuevas oportunidades.
Contagiadas por el mundo, las Hijas de la Caridad corren el peligro de situarse como jueces y catalogar a los pobres en buenos y malos. En esta actitud moralizante no hay lugar para la compasión, sino para la condena: los pobres son vagos e irresponsables; los drogadictos son vagabundos y hedonistas; los inmigrantes, unos aprovechados; los tercermundistas son mentirosos; los del paro, unos pícaros. Y deben ser castigados, a no ser que se conviertan y cambien de conducta. Pero, mientras no cambien, compadecerles es capitular o aprobar sus desviaciones. A todos ellos se los mira con recelo y prevención, como un peligro y una amenaza a nuestro espacio vital o a nuestra seguridad. Y nos situamos a la defensiva.
Los evangelios no dividen a los hombres en buenos y malos. Prefieren otra clasificación: unos ven y otros están ciegos, y estos merecen más compasión, aunque su ceguera les haya llevado a una situación antievangélica. El ejemplo de Jesús es desafiante en la escena del ciego de nacimiento. Sólo seremos compasivos, cuando caigamos en la cuenta de que muchos hombres son lo que son y hacen lo que hacen porque no ven, o padecen lo que padecen porque otros no ven. Ante todo, tener misericordia significa suprimir o aliviar el dolor del que sufre con ternura del corazón; lo cual exige acogida afectuosa y escucha atenta. Tener misericordia supone crear un ambiente de amistad que cure las heridas, sane las desconfianzas y construya la unión.
Dimensión social de la compasión de la Hija de la Caridad
No se puede decir que la religión esté solo para preparar las almas para el cielo y la releguemos a la intimidad privada, sin influencia en la vida social, porque una fe auténtica nunca es individualista, siempre implica un deseo profundo de cambiar el mundo y dejarlo algo mejor detrás de nosotros. De acuerdo con el evangelio, la vida del cristiano tiene una dimensión social y política que nace de la fe en el Dios creador y salvador del hombre. Esta dimensión social afecta al dinamismo de la vida cristiana, dando a la caridad una dimensión social y política, pues el amor eficaz a las personas logra el bien común de la sociedad[5].
La Hija de la Caridad “descubre que en el hermano está la prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40); porque la Palabra de Dios le recuerda la misericordia divina con nosotros: Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará, con la medida con que midáis, se os medirá (Lc 6,36-38). Estos textos expresan la absoluta prioridad de salir de uno mismo hacia el hermano como uno de los dos mandamientos principales que fundan toda norma moral y como el signo más claro para discernir acerca del camino de crecimiento espiritual en respuesta a la donación absolutamente gratuita de Dios” (EG 179).
Si se reviste de compasión, la Hija de la Caridad puede transformar la sociedad en una comunidad samaritana que no da rodeos ante los que sufren, sino que se compadece, se acerca, cura sus heridas y los cuida.
San Vicente de Paúl explicaba a los misioneros que “el Hijo de Dios, al no poder tener sentimientos de compasión en el estado glorioso que posee desde toda la eternidad en el cielo, quiso hacerse hombre y pontífice nuestro, para compadecer nuestras miserias. Para reinar con él en el cielo, hemos de compadecer, como él, a sus miembros que están en la tierra” (XI, 771)[6]. Al igual que san Pablo, quería que, como elegidos de Dios santos y amados, nos revistamos de compasión (Col 3,12), nos situemos en el mundo de los pobres y sintamos con ellos los golpes que les da la vida. Porque sólo quien es capaz de sentir compasión de sí mismo, puede sentir compasión hacia los demás: «al final tuve compasión de mí», dice Francisco de Asís para salir de su depresión, en el maravilloso relato de Eloi Leclerc, “Sabiduría de un pobre”.
La cordialidad, el vestido vicenciano
La gente identifica a la Hija de la Caridad con la cordialidad, y piensa que es su vestido predilecto. Si el corazón de la Hermana, revestido de los sentimientos de Cristo, se refleja en la cara y en las expresiones, las relaciones son más familiares. La cordialidad es el terciopelo que cubre los sillones en una sala para suavizar las aristas[7]:
Cuando mira, ve y siente el dolor ajeno, no solo de un círculo cerrado de personas, con las que tiene mucho en común y comparte vida e inquietudes, sino también con las que solo tiene un contacto impersonal, anónimo o profesional.
Apostando por algo o por alguien para no caer en esa sensibilidad desencarnada que termina hablando de todo sin comprometerse con nada ni con nadie; abrazando todas las causas en general, pero ninguna en concreto, porque no nos comunicamos, nos cuesta escuchar al oprimido y nos cansa que nos cuente lo que vive.
Reflexionando sobre la formación en el pensamiento social de la Iglesia ante la realidad del mundo y sus grandes problemas. Una Hermana podrá decir que bastante tiene con buscar la unión en comunidad, cuidar de las enfermas o solucionar sus problemas. Pero sin olvidar a otros necesitados.
Aprendiendo a leer en comunidad la vida de cada día, los gozos y sufrimientos propios y ajenos, matando el individualismo, la rutina y la comodidad, que provocan una cultura del bienestar y nos anestesian para mejorar las vidas truncadas por falta de posibilidades y pueden alterar nuestro bienestar (EG 54. 67). Hay que dedicar un tiempo a conocer lo que ocurre en nuestro mundo sin tratar las tragedias como noticias o titulares, sino como las vidas de personas que están detrás. Las pateras que asoman por nuestras costas nos recuerdan la cercanía del dolor. Pero ¿quién ha tocado una patera y ha hablado con los africanos que la ocupaban? La Comisión Europea ha dicho que son «insostenibles” las condiciones en las que miles de refugiados afrontan la ola de frío en los campamentos instalados en Grecia, pero ¿tú soportas que no funcione la calefacción de tu casa?
Dedicando tiempo a los distantes. Buscar espacios de encuentro con esas Hermanas que, tal vez, llevan mucho sufrimiento dentro, implica una disposición a salir de lo habitual y las rutinas. A veces, sentimos “lástima”, pero sin más. En muchos lugares nuestro nivel de bienestar, dice el Papa Francisco, nos anestesia para poder ver el dolor ajeno.
Ensanchando la sensibilidad. La técnica, la eficacia, el rendimiento y la burocracia traen consigo el riesgo de reprimir la “civilización del corazón”. La ternura, el cariño, la acogida cálida a cada persona van siendo barridos de la sociedad. Cada vez hay menos lugar para el corazón. Hoy es necesario reconocer mis sentimientos, ver despacio mi vida, detenerme en mis experiencias, releer mi corazón. No olvidar que lo más fuerte es amar y dejarse amar. Necesitamos mostrar nuestros sentimientos, incluidas las lágrimas, y echar de nosotros la mirada fría. El compromiso cristiano está llamando a “poner corazón” en los engranajes de la vida moderna, liberar de la soledad, acompañar en la depresión, aliviar la vejez, sostener la vida del desvalido. Acercarnos personal y comunitariamente a las personas que sufren y establecer lazos de cercanía, vecindad y familiaridad con ellos y vean que no están solo y que los amamos.
En actitud de apertura y disposición a comunicarse. En este mundo del anónima-to, la compasión empieza por la capacidad de mirarnos a la cara unos a otros y preguntarle al otro por su vida, sus preocupaciones, sus anhelos y su dolor. Compasión es aprender a escuchar sus historias y sus inquietudes, acompañándoles en busca de remedios.
El perdón en el corazón humilde de una Hermana
El perdón exige humildad. Si tenemos la humildad de reconocer nuestras flaquezas y reconocer que todos somos pecadores, no es difícil perdonar. Es el motivo que pone Jesús al perdonar a la adúltera: quien no haya pecado que le tire la primera piedra (Jn 8, 1-11). San Vicente pone la necesidad de perdón para la unión a las Hermanas de Nantes (III, 162) y santa Luisa se lo aconseja a las Hermanas destinadas a Arras (E. 95) y a las que ya están en Angers: “Cuando vean algún defecto en una u otra, lo excusarán. ¡Qué razonable es esto, puesto que nosotras cometemos las mismas faltas y necesitamos que se nos excuse también! Si nuestra Hermana está triste si tiene un carácter melancólico o demasiado vivo o demasiado lento, ¿qué quiere que haga, si ese es su natural?” (c. 115). Y las animaba a practicar lo que enseñaba san Vicente: “Tengo que decirles otra práctica que nuestro muy Honorable Padre nos ha recomendado en la última conferencia, y es que tan pronto como nos demos cuenta de que hemos disgustado o estamos disgustando a una Hermana o a varias de ellas, nos pongamos inmediatamente de rodillas para pedirles perdón” (c. 537)[8].
La Hermana no es un testigo callado
La Compañía de las Hijas de la Caridad, si es auténtica, no será un testigo callado, y anunciará la fe sin miedo. Para ello tienen que encontrarse con Jesús en la oración, tienen que ser como san Vicente, como santa Luisa, una mujer de oración, con frase ignaciana, contemplativas en la acción[9]. En la oración puede sentir la presencia del Espíritu Santo y dialogar con Él; en la oración se ilumina, recibe su fuerza y siente a Jesús como a un amigo, pues oración es eso, hablar de amistad con Jesús (Sta. Teresa, Vida, cp. 8).
Además de pedir y aceptar con agrado el soporte de otras Hermanas que pueden iluminarla y fortalecerla en las dificultades, necesita un acompañante espiritual, hombre o mujer, sacerdote, religioso o seglar con quien pueda dialogar, que la escuche y esté a sulado. A poder ser que sea “Sacerdote de la Misión o Hija de la Caridad” (C 20b), pues la ayuda se consolida cuando acompañan personas que viven los mismos ideales.
Notas:
[1] XI, 253; IX, 915; XI, 233s.
[2] Lc 10,33-37; Abelly, III, 120; E 91.
[3] Lc 6, 36; Mt 18,22; Jn 3, 16; Gal 4, 4; Ef 2, 4; Mt 9, 13; 12, 7; Lc 7, 22.
[4] E 19; c. 122, 248.
[5] EG 182, 183; CVP 60
[6] SL. c. 570; SV. V, 410; XI, 234.
[7] E 90, c. 528, 542; SV. conf. 19/09/1649; 9 y 24 febrero 1653 a las Hijas de la Caridad, y el n. 171 a Paúles.
[8] SL. c. 15, 54, 71, 116, 119, 123, 135, 155, 176, 287, 315, 316, 323, 328, …
[9] Jerónimo Nadal aplica a san Ignacio de Loyola la frase en latín: simul in actione contemplativus (al mismo tiempo contemplativo en la acción). Ved Miguel NICOLAU, “Contemplativo en la acción: una frase famosa de Nadal” en Centro di Spiritualità Ignaziana, Roma, 25 (1977) 7-45.
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