“Si al menos en este día comprendieras lo que te lleva a la paz…”
Apc 5, 1-10; Sal 149, 1-9; Lc 19, 41-44.
Oh Jerusalén, Jerusalén, ¡cuánto amor has desper- diciado! Tuviste en ti al que te ofrecía la salvación, y no supiste reconocer ni el tiempo ni la visita de tu Dios. Jesús lloró por ti como se llora por una esposa fiel y enceguecida. Pero tú no tuviste ojos ni corazón para fijarte, para acoger el perdón y la paz que te ofrecía. Ponías tu confianza en ti, en tu templo, en tus murallas, en las obras de tus manos o en posibles e inútiles alianzas. “Vendrán días –te dice Jesús– en que tus enemigos te cercarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra”
El que rehúsa la salud, elige la enfermedad, el que rechaza la salvación, elige su ruina y su desolación. No culpes a los otros, tuviste la gran oportunidad de Dios como ningún otro pueblo la tuvo, y la dejaste pasar, y terminaste con el Nazareno que te la ofrecía. Y Jerusalén no es sólo aquella antigua ciudad de Judea. Nosotros –tú o yo– ¿no somos Jerusalén?
¡Cuánto amor desperdiciado! ¡Cuánta desatención para la visita que, de mil maneras, Dios nos hace. Y dejamos a Jesús a la puerta, aunque lo sepamos llorando por nuestra salvación.
¿Por qué, Señor, no sabemos querer nuestro bien?
¿Qué ceguera nos habita y nos impide abrirnos de verdad al que nos ofrece el agua que salta hasta la vida eterna? ¡Ayúdanos, ayúdanos, ayúdanos!
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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