“Felicítenme, ¡he encontrado la moneda que se me había perdido!”.
Filp 3, 3-8; Sal 104, 2-7; Lc 15, 1-10.
Esa moneda no tenía la imagen del César, tenía la imagen de Dios. Pero estaba astillada, llena tachaduras, feos grafitis, abolladuras, parecía irreconocible. Era mi vida, era mi alma. Estaba perdida.
Se llamaba Ron McClary que a sus 16 años hirió de gravedad al policía Tom Hayes. Ron pasó 24 años en la cárcel. Un día el P. Lutz fue a visitarlo, y se encontró a Ron viviendo en la pobreza y aquejado de una esclerosis múltiple. Le contó que su víctima le había perdonado al instante y había rezado por él los años que había sobrevivido. El P. Lutz siguió visitándolo, y Ron decidió pedirle el bautismo. En la ceremonia estaba también Mary, la viuda del policía. Ron intentó pedirle perdón, pero las palabras, a consecuencia de su esclerosis múltiple, no le salían. Mary le pasó el brazo por el cuello y con un hilillo de voz susurró palabras que cayeron como una bendición sobre el enfermo: “Te perdono”. También lo hizo la hermana de Tom Hayes, Judy, quien asimismo con lágrimas en los ojos apretó el brazo del antiguo delincuente para expresarle su perdón.
Y dice Jesús: “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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