Es muy conocida la aparición de la Virgen María a santa Catalina Labouré el 27 de noviembre de 1830, sosteniendo en sus manos a la altura del corazón un globo que representa al mundo entero, convertido en ascua de luz por los rayos que salen de sus manos. Inspirados por el Espíritu Santo el sacerdote Paúl P. Aladel y Monseñor Quelen, arzobispo de Paris acuñaron esta imagen con los brazos extendidos en una medalla que el pueblo calificó de Milagrosa.
Sin embargo, no propagamos tanto la otra aparición en la noche del 18 al 19 de julio, cuando la Virgen despertó a santa Catalina por medio de un ángel para que bajara a la capilla y allí estuvieron hablando las dos, Madre e hija, desde las 11’30 hasta poco antes de las dos de la madrugada. Esa noche, María se presenta entristecida, con los ojos bañados en lágrimas, y, como lo haría una madre a su hija, le descubre a santa Catalina, además de las desgracias que van a caer sobre los hombres y los remedios para evitarlo, los defectos que habría que corregir en la Compañía de las Hijas de la Caridad. Da la impresión que durante toda la aparición la Santísima Virgen intentaba manifestar a Sor Catalina Labouré que aceptaba ser “la Madre de la Compañía” tal como santa Luisa de Marillac se lo había propuesto a san Vicente de Paúl.
Peregrinación a Chartres
Porque las Hijas de la Caridad parece que durante dos siglos habían olvidado que ya santa Luisa pretendió declarar oficialmente a la Virgen María Madre de la Compañía. La primera vez que lo propuso fue en la peregrinación que hizo a Chartres en 1644. Nos lo cuenta ella misma: “Llegamos a Chartres el viernes, 14 de octubre. La devoción del sábado la dediqué a dar gracias a Dios en la capilla de la Santa Virgen; y es que se lo debía por tantas gracias recibidas de su bondad. La del domingo fue por las necesidades de mi hijo. El lunes, día de la Dedicación de la iglesia de Chartres, lo empleé en ofrecer a Dios los designios de su Providencia sobre la Compañía de las Hijas de la Caridad, ofreciéndole enteramente dicha Compañía y pidiéndole su destrucción antes de que se estableciese en contra de su santa voluntad; pidiendo para ella por las súplicas de la Santísima Virgen, Madre y guardiana de dicha Compañía, la pureza de que tiene necesidad. Y viendo cumplidas en la Santísima Virgen las promesas de Dios a los hombres, y en la realización del Misterio de la Encarnación cumplido el voto de la Santísima Virgen, le pedí para la Compañía esa fidelidad por los méritos de la Sangre del Hijo de Dios y de María y que Él mismo fuese el lazo fuerte y suave de los corazones de todas las Hermanas, para honrar la unión de las tres divinas Personas” (c. 121).
En este relato hay una frase dicha como de paso, como si no tuviera importancia, “la Santísima Virgen, Madre y guardiana de dicha Compañía”. Sin embargo, leyendo las cartas de santa Luisa vemos la trascendencia que ella le daba. Desde ese día insistirá a san Vicente que proclame a María, Madre de la Compañía de las Hijas de la Caridad de forma oficial. No sólo en el sentido que sabemos los católicos: que María es Madre de cada una de las Hijas de la Caridad como lo es de todos los hombres, sino que es Madre de la Compañía en cuanto institución; que María ha intervenido en la fundación de la Compañía, la ha engendrado, la ha dado a luz y, por eso mismo, ella es su Madre.
En una carta sin fecha (c. 662)[1] santa Luisa le pide a san Vicente, en cuanto Superior General de la Compañía de las Hijas de la Caridad, que apruebe ese nuevo título y declare a María de un modo oficial “única y verdadera Madre de la Compañía”, de manera parecida, aunque no totalmente idéntico, a como Pablo VI proclamará a María “Madre de la Iglesia”[2]. La frase en esta carta “no me atrevo a manifestar en nombre de toda la Compañía” tiene un vaho de algo excepcional, como es suplicar a su caridad que nos obtenga la gracia de que podamos siempre reconocerla por nuestra única Madre, ya que su Hijo no ha permitido hasta el presente que ni una sola Hija de la Caridad usurpase este nombre en acto público.
Este tono de algo excepcional lo indica también la frase siguiente: “Le pido esta aprobación por el amor de Dios, y la gracia de hacer por nosotras lo que tendríamos que hacer y haremos, si su caridad lo aprueba y nos lo enseña”. Se lo pide con insistencia: “por amor de Dios”. Y le pide que explique lo que quiere decir única Madre de la Compañía, deseosas de cumplir las obligaciones que ello suponga a las Hijas de la Caridad.
No sabemos la respuesta de san Vicente. Por un lado parece que no podía hacerlo, ya que él consideraba a Dios como el único fundador de la Compañía: “Así es como Dios hizo esta obra. La señorita no pensaba en ella; el padre Portail y yo no teníamos la menor idea; aquella pobre joven, tampoco. Y es preciso confesar, según la regla que propone san Agustín, que, cuando no se ve al autor de una obra, es que la ha hecho el mismo Dios” (IX, 542). Pero por otro lado, el 14 de diciembre de 1656, exclama en otra conferencia: “Santísima Virgen, tú que eres la madre de esta Compañía, alcánzanos esta gracia de tu Hijo y la paz en su iglesia” (IX, 843). Manera frecuente de actuar san Vicente con relación a santa Luisa: no accede totalmente, pero la deja contenta.
De acuerdo con esta mentalidad de santa Luisa no extraña que ella un día le diga a Sor Juliana Loret que “comience una novena a nuestro Señor, como viajero en la tierra, y a la Santísima Virgen, nuestra única y verdadera Madre” (c. 281). Menos aún nos sorprende que prohíba rotundamente que ninguna Hermana Sirviente o superiora, “usurpe este nombre [de Madre] en acto público” (c. 662). Y sentimos ilusión al leer que minutos antes de morir dejase como parte de su testamento espiritual a las Hijas de la Caridad esta recomendación: “Pedid mucho a la Virgen santa que sea vuestra única Madre[3].
Argumentos teológicos
Es curioso que santa Luisa, aunque de manera indirecta, sugiera para declarar a María Madre de la Compañía las mismas razones que expuso el Concilio Vaticano II (LG, 61-63), y que Pablo VI asumió, para proclamar a María Madre de la Iglesia.
El primer motivo es sencillo: en María se cumplen las promesas del Antiguo Testamento referidas al Mesías Salvador. Por lo tanto María es Madre del Salvador, de la salvación y de la Iglesia instituida por su Hijo para salvar a los hombres, y lo es igualmente de la Compañía fundada por Dios, como parte de la Iglesia, para salvar a los pobres. El segundo motivo es también sencillo. El día de la encarnación María engendra a Cristo cabeza de la Iglesia, pero al engendrar la cabeza engendra todo el cuerpo. Asimismo la Compañía, que es parte de ese cuerpo, es engendrada por María.
Es cierto que estos argumentos valen igualmente para declarar que María es la “única Madre” de cualquier Institución eclesial y aún de cualquier Institución cristiana, pero emociona pensar que santa Luisa de Marillac hace cuatro siglos ya proclamaba que María era “la única Madre” de la Compañía.
Conservar la Compañía
En Chartres, le pide a la única Madre la pureza para las Hermanas y la unión para la comunidad, pero en el fondo lo que le pide es la conservación de la Compañía, porque la desunión y la impureza la destruyen. Un indicio es que, siendo el día 16, tercer domingo de octubre, la fiesta de la Pureza de María, no dedicó este día a la Compañía, sino el día siguiente fiesta de la Dedicación de la iglesia de Chartres.
La Compañía desaparece si no es fiel en cumplir la intención que tuvo Dios al fundarla. María es la Guardiana de que sea fiel en cumplirla y, por ello, es Madre de la Compañía. Y María es el modelo apropiado de cómo la Compañía puede ser fiel a los fines para los que Dios la ha fundado, porque en ella se cumplen fielmente todas las promesas dadas en el Antiguo Testamento sobre la salvación de los hombres por medio del Hijo encarnado. Por ello, María está capacitada para conservar la fidelidad de la Compañía, convirtiéndose en su fundadora juntamente con su Hijo Jesús.
Pero María es también prototipo de la fidelidad en guardar la pureza, como lo demostró en el momento de la Encarnación. De tal manera que, según santa Luisa, cuando Dios le pide que sea Madre de su Hijo, ella le expone que ha hecho voto de virginidad y quiere ser fiel en cumplirlo: ser madre, pero conservando su virginidad. Y concluye que la impureza puede romper la fidelidad y hacer desaparecer la Compañía.
A Luisa de Marillac le aterraban “todas las faltas contra la pureza interior y exterior”, ciertamente porque son pecado, pero, de manera especial, tiene miedo a que la impureza impida “cumplir la voluntad de Dios sobre la Compañía” (c. 702), y desaparezca. Y si la Compañía desaparece hay peligro de condenarse, ya que “les quitan las Hermanas a los pobres abandonados” (c. 14). Es un convencimiento que repetirá una y otra vez a san Vicente. En una carta muy pensada, angustiosamente le pide que ponga atención sobre “la impureza, que es un crimen que destruirá totalmente la Compañía” (c. 394). Y no es que la señorita Le Gras no sintiera tentaciones contra la castidad. Las sentía como cualquier mujer. Sor Maturina Guérin cuenta que “a una Hermana que no se atrevía a comulgar por una tentación que sufría, le dijo: ‘Dios mío, Hermana, ¿piensa que usted es un ángel? Justamente en este momento yo me he sentido afligida por una tentación igual, lo que me ha obligado a acudir a Nuestro Señor y decirle: Jesús mío, Tú eres mi pureza. Ella acababa de comulgar. Y tranquilizando a la Hermana la envió a que también ella comulgara” (D 822).
La unión, eje de la convivencia
También la desunión y la discordia, al igual que la impureza, pueden destruir la fidelidad a la vocación y hacer desaparecer la Compañía. La unión y la concordia entre las Hermanas era la cualidad primera que santa Luisa pedía a las comunidades para que pudieran subsistir. El modelo lo sacaba de la unión trinitaria: “Recordarán que las verdaderas Hijas de la Caridad, para cumplir lo que Dios pide de ellas, deben ser como una sola… y para asemejarnos a la Santísima Trinidad, no ser más que un corazón y no actuar sino con un mismo espíritu como las tres divinas Personas” (E 55). Y los motivos los saca, uno del orden cósmico: Dios ha creado el universo en un orden perfecto, en una unidad completa. Si todo el universo realiza la unión cósmica, la comunidad no puede romper el orden de la creación (E 47). El otro motivo es ontológico: la simplicidad de Dios. Es la virtud divina por excelencia. La divinidad no puede tener composición, repugna a su esencia. A esta unidad debe llegar la comunidad, aunque haya diversidad de caracteres (E 105). La diversidad de personas no rompe la unión de la Trinidad (E 53). A pesar de que el Hijo se separa del Padre y se hace hombre, no rompe la unión, pues el Amor, el Espíritu Santo, continúa uniéndolos esencialmente (E 8).
En otra carta puso por modelo el Reino de los Cielos y, por motivo, la obligación de instaurar ese Reino en comunidad: “El espíritu de unión se robustece en las Comunidades y la confianza se introduce sólidamente en ellas, para gloria de Dios y santificación de las almas. Sin esto, queridas Hermanas, el Reino de Jesucristo no podría estar en nosotras” (c. 495). Sin fidelidad no hay perseverancia, sin perseverancia la vocación muere y sin vocaciones la Compañía desaparece.
Conclusiones prácticas
Santa Luisa no se queda nunca en la simple teoría; todo lo lleva a la vida. Quien la conoce sabe que entre líneas siempre hay oculta una conclusión práctica. También en este escrito: Dios es fiel en cumplir las promesas del Antiguo Testamento, María también fue fiel en cumplir su voto de virginidad, ahora les toca a las Hijas de la Caridad ser fieles a su vocación siendo puras y viviendo unidas en comunidad: los dos peligros que acechaban continuamente la vocación de aquellas primeras Hermanas.
La víspera de la Inmaculada Concepción, no se sabe de qué año, Luisa tuvo un “sueño” (E 38) en el que aclara que desde toda la eternidad Dios había elegido a María para ser la Madre del Salvador y de la Compañía que había fundado, por eso la Compañía debe “honrarla y renovarle la dependencia que deben tener sus ruines hijas a su dignísima y única Madre”. Es una consecuencia práctica que saca para todas las Hijas de la Caridad, la de dar un culto piadoso a la Madre de la Compañía, sintiendo en cada momento su dependencia. Otra consecuencia más exigente es la de vivir como ruines hijas, con la obligación de parecerse a su Madre María e imitar su vida. Su Hijo Jesús, sin que suene a herejía, hace de intermediario: “En la Santa Misa, ofreciéndome intensamente a la Santa Virgen para llegar a ser de Dios según su agrado y con deseo de imitar su santa vida, me ha parecido que Nuestro Señor presentaba a su Santa Madre mi indignidad en el pasado y en el futuro” (E 23). Santa Luisa se atreve a escribirlo, porque sabe que María nos acerca a Jesús y a los pobres con los que Él se identifica.
Una mujer tan subjetiva como era la señorita Le Gras, no podía dejar de sacar alguna conclusión personal. Y porque el amor propio fue continuamente su caballo de batalla, indica a las Hijas de la Caridad que imiten a su Madre María ciertamente en una serie de virtudes necesarias para servir a los pobres y vivir en comunidad, pero ante todo, en la humildad[4]. “Y para mí en particular, he puesto entre las manos de la Santa Virgen la resolución que he de tomar, según las notas que he entregado a mi Muy Honorable Padre espiritual, el deseo de hacer las prácticas para disponerme a la muerte…” Al honrar a nuestra Madre alcanzamos la misericordia de su corazón, llenando el nuestro de esperanza y de alegría. San Vicente se propuso, y lo logró, que el de la señorita Le Gras no cobijara ni tristeza ni miedo.
[1] Está escrita un 7 de diciembre, domingo, entre 1653 y 1658. Se le ha añadido la fecha de 1658, por considerar que la “pequeña Bárbara” es Bárbara Bailly, cuyas fechas de los votos y renovación están claras en la c. 702, fechada por la misma Luisa. Pero los datos asignados a una y a otra no coinciden.
[2] “Discurso de clausura de la III Sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II” (21 de Noviembre de 1965).
[3] D 800, 801; SL. p.835; GOBILLON, L. IV, cp. V.
[4] c. 394, 475, 516…
Autor: Benito Martínez, C.M.
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