“Había un hombre rico… y un mendigo llamado Lázaro”
Jer 17, 5-10; Sal 1, 1-6; Lc 16, 19-31.
El rico de la parábola ni ve al pobre, ni echa de menos a Dios. Banquetea, pero con las persianas cerradas. Y tiene tantas cosas –o éstas lo tienen a él– que no le queda sitio para tener nombre. El pobre, además de sus llagas, tiene nombre: se llama Lázaro. ¿Lo conoces? ¿Lo cuidas?
¿Te duelen su hambre y sus heridas?
Ya en el más allá, el rico sigue con su psicología de “ordeno y mando” y quiere que Lázaro vaya a refrescarle la lengua o, al menos, que vaya a avisar a sus hermanos para que, con su testimonio, no se pierdan como él. Y Abrahán le responde: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un murto”.
Al que quiere ser sordo, ni los más clamorosos tambores le acarician el nervio acústico. Siempre hay una excusa, un “no tengo tiempo”. O aparece una ideología (derechosa o izquierdosa) para dejar a Dios a la puerta, para desatender al pobre o para utilizarlo como cliente cautivo el día de las elecciones. O como tarima para la presunción.
“Tendríamos que vendernos para sacar a nuestros hermanos de la miseria”, decía san Vicente de Paúl.
¿No podría, al menos, cuidarlos?
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
0 comentarios