Is. 52,7-10; Hebreos 1,1-6; Jn. 1,1-18
El Hijo de Dios, por quien todo fue hecho, que da la existencia a todo ser, según enseña el prólogo al Evangelio de San Juan, se hace criatura, algo que no existe por sí mismo, sino que existe por voluntad y amor de Dios. (SVdeP)
En el texto del Antiguo Testamento, el profeta Isaías estalla de alegría, anuncia a su pueblo la victoria de Dios. Nuestro Dios es Rey y su reinado es ternura, consuelo y paz. Éste es el mensaje que, mucho tiempo antes de Cristo, grita el profeta para su pueblo y para todos los pueblos.
El autor de la Carta a los Hebreos proclama que el Dios anunciado por los profetas y esperado desde todos los tiempos, se ha hecho carne en el Hijo, quien es “reflejo de su gloria, impronta de su ser”. Un mensaje de vida y esperanza para la humanidad.
Según la experiencia del evangelista Juan, el “discípulo amado”, Jesús es la Palabra definitiva de Dios a la humanidad. Y es una Palabra cercana que acoge, porque no se ha encerrado, sino que ha acampado entre nosotros, iluminando nuestra vida. Pero, también, es posible permanecer en las tinieblas: “los suyos no le recibieron”, nos recordará el evangelista.
La Comunidad cristiana en la Navidad celebra la venida de Jesús, el Hijo amado de Dios. Y su venida salvadora (eso significa “mesiánica”) es una etapa decisiva en la historia del Reino y un acercamiento insospechado del advenimiento de Dios.
La fe de los cristianos celebra el misterio de la Palabra hecha carne. La Navidad, especialmente, es palabra densa, real, sustancial porque es profunda revelación, e inmensa manifestación.
Palabra significa revelación personal, apertura de lo más personal de Dios: su amor, su misericordia, su paternidad, su entrañable ternura. Sin la Navidad, sin la encarnación, nuestra vivencia de Dios habría estado sometida a aberraciones, porque nos faltaría la luz de esta revelación.
Gracias a la Palabra hecha carne sabemos que el Dios verdadero no es el «Dios de los filósofos», el Dios teísta, sino el que comparte nuestro destino en todo, el que entra en el juego y el riesgo de la historia, que es el riesgo de la muerte. Por tanto, su cercanía al hombre cobra una proximidad inusitada. Dios echa sobre sus espaldas todo el rebajamiento y humildad de los pobres, los oprimidos, los olvidados, y así nos descubre un rostro de Dios que nosotros no nos hubiéramos atrevido a imaginar. Tras la encarnación, Dios es Señor no por la fuerza, sino por la humildad; no por el poder, sino por la debilidad; no por la coacción, sino por el silencio.
Ese es el lenguaje inefable de la Palabra hecha carne; un lenguaje de actos, de amor, de verdad profunda y personal.
Lo que ocurre es que cada uno ponemos contenidos muy distintos detrás de la palabra NAVIDAD. ¡Cómo no! Y mira que para un cristiano, la Navidad tiene que ser ALGO, algo distinto de lo que se ve en la calle… Por eso, “CONTEMPLO EL BELÉN” y… efectivamente, es algo NUEVO, es algo DESCONCERTANTE: es tanta la sencillez, la humildad del Belén, que definitivamente, confieso que la NAVIDAD cristiana es DIFERENTE.
“Por aquí no tenemos más novedad que el misterio que se nos acerca y que nos hará ver al Salvador del mundo, como anonadado bajo la forma de un niño. Espero que nos encontremos juntos a los pies de su cuna para pedirle que nos lleve tras él, en su humillación”. (SVdeP VI, 144)
Tomado de: http://ssvp.es
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