Viene el Salvador con una luz grande para salvarnos de manera inesperada. Ya aparece la gracia de Dios.
No salva ni César Augusto, aunque dicte al mundo entero, ni Cirino, un gobernador oportunista de tantos, ni siquiera el rey David, quien da renombre a Belén y a su familia. Solo Dios salva, y lo hace de forma desacostumbrada, como lo demuestra la derrota de Madián.
Dios salva de manera aún más asombrosa por medio de Jesús. Lo asombroso ahora es que el niño que se nos ha nacido lleva al hombro el principado y se llama «Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz». Pero está acostado en un pesebre, ofreciéndose como alimento, en un albergue de pastores y animales.
Ya en su nacimiento es solidario Jesús con los pobres, no con los monarcas que tienen en sus palacios cunas lujosas para sus niños (si son como Calígula, sus establos serán de mármol, con pesebres de marfil). El recién nacido Rey no puede confundirse con los jefes que desvergonzados se atribuyen el título de «Señor» y se llaman salvadores de pueblos y mesías o ungidos, efectivamente, porque reclaman el derecho divino de los reyes.
Pero el hijo que se nos ha dado es todo lo que el ángel anuncia: Salvador, Mesías, Señor. Su nombre significa Salvador; salva sirviendo y entregando su vida por todos. Su unción mesiánica entraña la misión de anunciar la Buena Noticia a los pobres. Por eso, se dedicará a cuidarlos, aliviarlos, remediar sus necesidades tanto espirituales como temporales, asisterles y hacer que otros les asistan de todas las maneras, como siglos más tarde describiría san Vicente de Paúl la misión (SV.ES XI:393).
Sí, Jesucristo es Señor, con «Nombre-sobre-todo-nombre», porque se despoja de su rango, toma la condición de esclavo, y se rebaja hasta someterse incluso a la muerte de cruz. Tal vez esto es el significado de «pañales», sin importar si la palabra indica que él es como un niño cualquiera o si se refiere a las vendas de entierro o precisa que él es vástago legítimo de David, pues en todo caso, queda hecha básicamente la misma afirmación.
Y no sea que así lo aclamemos, acabaremos esperando a nadie más que a un monarca de tantos. Ni glorificaremos a Dios ni gozaremos de paz. Tampoco tendrá sentido nuestra proclamación de su muerte hasta que él vuelva.
Señor Jesús, danos tu luz para que te reconozcamos en los pobres.
25 de diciembre de 2015
Natividad de Nuestro Señor – Misa de medianoche
Is 9, 1-6; Tit 2, 11-14; Lc 2, 1-14
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