La celebración del Año de la Vida Consagrada no está suponiendo tan sólo la revitalización de ese tipo de vida en la Iglesia. Está fomentando al mismo tiempo el aprecio de los diversos carismas, el mutuo conocimiento entre ellos y el compromiso de colaboración entre todos al servicio de la misión de la Iglesia. Estamos, por tanto, ante una ocasión propicia para reafirmar el vigor de nuestro carisma vicenciano y para crecer en identificación con su espíritu y en conciencia de pertenencia a una Familia Espiritual tan rica en la Iglesia.
El carisma vicenciano está naturalmente enraizado en Jesucristo. Él es quien atrae nuestra atención y quien centra nuestra vida en su seguimiento. Vicencianamente, vemos a Cristo, ante todo, como Evangelizador y Servidor. Él vino a este mundo a evangelizar a los pobres. Y Él gastó su vida en el servicio de los más necesitados. Los enfermos y los pecadores, los abatidos y los marginados rodeaban constantemente a Cristo y recibían su apoyo. Les hablaba del Padre y de su Reino, les daba consuelo y esperanza, abría para todos ellos un horizonte de plenitud y de vida. Y así era como los evangelizaba, de modo que resultó para todos ellos Buena Noticia de conversión y de gracia. A este Jesucristo Evangelizador y Servidor queremos seguir los vicentinos haciéndolo presente en nuestra caridad y en nuestra misión.
Centrada en Jesucristo, la espiritualidad vicenciana se vive de verdad en la entrega a los pobres. Como dice la Regla, “deseamos corresponder al amor de Cristo hacia todos los hombres, entregándonos con esperanza a aquellos que él eligió como sus mejores representantes: los pobres” (2.1) En una sana lectura del capítulo 25 del Evangelio según san Mateo, los vicentinos “vemos a Cristo en el pobre y al pobre en Cristo” (2.5) El pobre viene a ser sacramento del Señor, “vicario de Cristo” en terminología de la mejor tradición cristiana; de manera que “cuanto hacéis a uno de estos mis pequeños hermanos a mí me lo hacéis”. Fiel a esta enseñanza, el vicentino ama a Cristo en los pobres y en ellos le sirve. Se trata de un amor afectivo y efectivo, de corazón y de compromiso, lleno de ternura y hambriento de justicia. Y se trata de un servicio corporal y espiritual en palabras de San Vicente de Paúl; servicio integral, diríamos en palabras de hoy; es decir, un servicio que se dirige a la totalidad de la persona, respetando su dignidad, luchando por sus derechos y ayudándole a promocionarse y crecer (1.10)
Una profunda motivación espiritual alienta todo ese amor y servicio. Motivación que se funda, en términos de San Vicente, en el amor y reverencia al Padre. De la misma manera que en Jesucristo todo brotaba de su unión con el Padre y su perfecto amor a Él, en el vicentino todo ha de brotar de su comunión con Dios y de su inmersión en su corriente de amor. Motivación que estimula el amor compasivo y tierno a los pobres (2.2) de modo que somos sensibles a la realidad de tantos necesitados, nos solidarizamos con ellos y respondemos desde la caridad a su situación de pobreza. Y motivación que se vive en perfecta docilidad a la Divina Providencia. Conocer y cumplir la voluntad del Padre era la inquietud fundamental de Jesucristo. Y esa es también la entraña de la espiritualidad vicenciana, de modo que somos conscientes de que “la aceptación del Plan de Dios en cada uno hace crecer las semillas del amor, la reconciliación y la paz interior” (1.11) Esto implica una mirada atenta a cuanto acontece a nuestro alrededor, una lectura creyente de los signos de los tiempos, un discernimiento personal y comunitario de la voluntad de Dios y un abandono confiado a los designios de la Providencia. Abandono que no significa desinterés o indiferencia, sino inmersión consciente y comprometida en los planes de Dios.
Vivir esta espiritualidad vicenciana conlleva la adopción de unas virtudes que caracterizan el modo de ser del vicentino y la manera de abordar la misión en seguimiento de Cristo. Son virtudes claramente definidas en la Regla (2.5.1) y que coinciden con el espíritu propio de todas las ramas de la Familia Vicenciana:
– Sencillez, que incluye franqueza, integridad, generosidad. Se trata de mostrarse como uno es, sin artificios, ni disimulos, ni apariencia, ni artificiosidad; cultivando la naturalidad y evitando la doblez y la ambigüedad. La sencillez guarda relación con la Verdad y con la Belleza, por lo que es virtud propia del Hijo de Dios; virtud tan apreciada por san Vicente que la llamaba “mi Evangelio”. Estamos ante una virtud eminentemente misionera, pues acerca a las personas y promueve relaciones de afecto y confianza.
– Humildad, que supone, según la Regla, “aceptar la verdad tanto de nuestras debilidades como de nuestros dones y carismas; aun sabiendo que todo nos lo ha dado Dios para los demás, y que no podemos lograr nada de valor eterno sin su gracia”. Por la humildad hacemos nuestra la actitud del Hijo de Dios, que se encarnó despojándose de su rango (Flp 2,7-8) y nos mostró así el camino para llegar al prójimo y para progresar en el camino de la santidad.
– Afabilidad, “confianza amistosa y buena voluntad invencible”. Afabilidad que podemos entender como mansedumbre, ternura, compasión, misericordia, caridad; actitudes todas ellas subrayadas ahora por el Papa Francisco, ya que son imprescindibles para ser testigos de la ternura de Dios y de la caridad de Jesucristo. – Sacrificio: “suprimir nuestro ego con una vida abnegada… y entregarnos en espíritu de generosidad”. Entendemos también esta virtud como mortificación, como disposición para descentrarse de uno mismo y centrarse en el “tú” del prójimo.
– Celo: Lo presenta la Regla como “pasión por el desarrollo humano pleno de las personas y por su eterna felicidad”. Es la inquietud por el Reino de Dios y su extensión en el mundo; el interés por la causa de Cristo y su difusión entre nosotros. Es la pasión sentida por Dios que se expresa en amor a Él, ardor por el Evangelio y pasión por los pobres.
El carisma vicenciano alienta, en definitiva, una espiritualidad audaz, actual y evangélica. Audaz porque nos dota del coraje del Espíritu para comprometernos con la misión. Actual porque está en íntima relación con las prioridades hoy de la Iglesia: la caridad y la misión. Y evangélica porque hunde sus raíces en la Buena Noticia de Jesucristo y lo mira a Él como Servidor y Evangelizador. ¡Ojalá sepamos vivir esta espiritualidad tan enriquecedora con alegría y esperanza!
Autor: Padre Santiago Azcarate C.M., Asesor Religioso Nacional de la Sociedad de San Vicente de Paúl en España
Fuente: http://ssvp.es
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