2 Mc 6, 18-31; Sal 3; Lc 19, 1-10.
Ella, santa Isabel de Hungría, amaba apasionadamente a su rey y joven esposo, Luis de Turingia. Hoy celebramos su fiesta. “Si yo amo tanto a una criatura mortal, – decía– ¿cómo no he de amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?”. Su otro y constante amor, hasta el fin de sus días, fueron los pobres, hacia quienes tenía el corazón manirroto y lleno de ternura y de servicios.
Zaqueo, el del evangelio, tiene otra historia, pero termina pareciéndose a Isabel. Él era bajito y ladrón, pero logró elevarse y robar el tesoro del Reino. “Hoy ha entrado la salvación a esta casa”, le dijo Jesús. ¿Hay acaso palabras más alegres?
Amo a este Zaqueo cuyas actitudes me desafían.
¡Él quería ver a Jesús, quería conocerlo! Y puso los medios. Los medios nos revelan lo que en verdad codiciamos. Cuántas cosas decimos que queremos, pero encontramos excusas un día y otro para no poner los medios. A Zaqueo no le importó hacer el ridículo ante el dictamen de los demás. ¡Quería ver a Jesús! No le importó que lo señalaran públicamente como pecador (lo era). ¡Quería ver a Jesús! Y le abrió su casa (y su pasado y su vida y su futuro), repartió sus bienes a los pobres, devolvió con creces lo que había robado. ¡Quería ver a Jesús!
Gracias, Señor Jesús, porque viniste a salvar lo que estaba perdido. ¡Gracias!
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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