«Ponerse a los pies del crucifijo, contarle las propias penas a Nuestro Señor, con confianza y sumisión, acogiendo su santa voluntad, es uno de los mejores medios que podemos encontrar para hacer la voluntad de Dios y encontrar la calma» (SVdeP, IX, 454)
El camino que Jesús emprende hacia Jerusalén, es a la vez un éxodo y un retorno. Como éxodo recuerda el relato del Pentateuco en el que el pueblo oprimido en Israel es conducido hacia la liberación por su líder Moisés. De igual manera Jesús ha emprendido un éxodo, no ya desde un punto geográfico, sino desde una situación humana. Todas las personas marginadas, dejadas “al lado del camino”, pueden marchar detrás de Él, hacia una nueva situación, hacia una comunidad en la que no prevalecen los mismos criterios de exclusión, que en la cultura social imperante. De igual manera, Jesús ha emprendido también un retorno, a semejanza del que nos habla Jeremías en su profecía, que reconduce a Israel desde el exilio hacia su propia patria. En el caso de Jesús, es el retorno a la realidad del nuevo Pueblo de Dios, del que muchos han sido exilados por no encajar en los criterios religiosos, políticos, económicos o culturales dominantes, como en el caso del ciego Bartimeo, que por su condición se veía excluido de la posibilidad de trabajar y de integrarse religiosamente en la sinagoga.
La experiencia del retorno y del éxodo es una constante en la Biblia. El Profeta Jeremías, por medio de una sentida poesía, nos expresa cómo ese ideal del retorno del exilio implicaba la superación de los límites religiosos, raciales o, incluso, de género, ya que ante la oferta de Dios no hay prejuicio que valga para excluir a nadie que tenga la intención de retornar a la casa de sus antepasados.
Por esta razón, lisiados, mujeres embarazadas o con niños, el pueblo pobre y sencillo, marchan a la cabeza del grupo que quiere restablecer la alianza en la Tierra Prometida.
El Evangelio, reivindica esas dos experiencias de redención en el camino de Jesús a Jerusalén. La compañía de Jesús está compuesta por gente pobre y sencilla que espera la redención de Dios, pero también los excluidos sociales como los publicanos, excluidos religiosos como los lisiados, y excluidos culturales como las mujeres, los extranjeros y los niños.
Para todas estas personas el seguimiento de Jesús es, a la vez, un éxodo y un retorno. Un éxodo porque abandonan su situación de marginación y exclusión y se comprometen a conformar una comunidad humana que supere estos límites y realice la voluntad de Dios, por medio de gestos inclusivos. Un retorno porque con su sola presencia en el camino hacia la Ciudad Santa reivindican la función de ese pedazo de tierra consagrado a Dios por una “alianza”.
El Evangelio nos reta a ser como Bartimeo, a no avergonzarnos de nuestras carencias o debilidades; a dar gritos de socorro al oír tan sólo la voz de Nuestro Salvador. ¿Qué sería de nosotros si nos conformáramos sólo con rituales religiosos? ¿Qué nos ocurriría si sólo nos hundiéramos más en nuestras limitaciones humanas? Tomemos la actitud de Bartimeo, y de un salto, salgamos corriendo detrás de Jesús; aunque no lo veamos, aunque sólo escuchemos el suave murmullo de su voz, salida de los menos afortunados.
A la orilla del camino de nuestra vida hay muchos ciegos, tullidos, ancianos, mujeres con un niño escuálido en sus brazos; hay muchos familiares pidiendo un poco de más compresión; hoy, como ayer, la orden de Cristo es “Llámenlo”. ¿Estaremos dispuestos a cumplir esa orden de Cristo en nuestras vidas de cristianos y actuar en apego a nuestra espiritualidad vicentina?
“Somos los humildes Servidores del Señor y como Vicentinos, nos llama especialmente a esta misión y vocación de Apostolado Vicentino.” (Presidente General, Michael Thio).
Tomado de http://ssvp.es
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