Rom 6, 19-23; Sal 1; Lc 12, 49-53.
“Vine a traer fuego a la tierra, y, ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”
Ése es el fuego que necesito, el que me urge y me desinstala, el que quema rutinas como hojarascas, el que calienta el corazón y lo rehace de audacia y de misericordia. ¿No es también el que necesita la Iglesia? Hoy o ayer fuiste a misa, acaso comulgaste, ¿sentiste el fuego de la comunión durante el día o te olvidaste de él como si de un encuentro distraído se tratara? Leemos un pasaje del evangelio, ¿qué escuchamos, qué eco nos queda? O prestamos una ayuda o un servicio, pero acaso sin hondura o como por costumbre.
El Señor Jesús nos quiere como fuego y luz, no como mechas apagadas.
En nuestra misma casa pueden convivir agnósticos, ateos y católicos, pero acaso unos y otros creemos y practicamos los mismos “valores”, la misma forma de relacionarnos, de gastar el dinero, de pensar sobre el sexo o la política, las mismas ansias de acumular. Al final, y quitadas las etiquetas, nuestros dioses son los mismos, son los del sistema, no el Dios y Padre que vivió y nos mostró Jesucristo.
El vino “a traer fuego”, y no podemos apagarlo con prudentes etiquetas o con agua bendita.
¡Danos, Señor Jesús, que por fin te hagamos caso!
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autora: María Elena Quiñonez, H.C.
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