Actualmente, vivimos en un mundo complejo, violento, corrupto, altamente competitivo, con exacerbada sensualidad, falta de valores familiares, grandes desastres y tragedias. A pesar de todos estos males, podemos afirmar que la humanidad evolucionó en algunos aspectos. Nuestra civilización ha progresado cultural, económica y tecnológicamente, pero la pregunta es si este mismo progreso ocurrió bajo el punto de vista psicológico y espiritual. Quizás la mayor razón para no haber tenido un gran salto en la evolución de la raza humana reside precisamente en el egoísmo.

El egoísmo es personalista, exclusivista, ambicioso y orgulloso. Este sentimiento impide al hombre mirar hacia su alrededor con la misma dedicación con que mira a sí mismo. Sus intereses están siempre por encima de todo, y lo máximo que logra es ayudar a los que están muy cerca de él (familia propia y amigos cercanos), sobre todo cuando ellos tienen algo que ofrecer a cambio. Así, el egoísta sólo se preocupa de sí mismo y, en general, adopta una posición competitiva (jamás de cooperación) en su medio, junto a la familia y en el trabajo.

El egoísmo es la negación de la caridad, es la ausencia de amor. El egoísmo y el orgullo caminan de la mano, haciendo que, en la vida, siempre haya una búsqueda de ventajas y de intereses, haciendo que los mejores valores sean arrojados a los suelos, y que incluso los lazos familiares más sagrados no sean respetados. Por lo tanto, es el egoísmo el que acerca el hombre al mal y le impide practicar el bien.

La caridad, a su vez, es la principal arma del hombre en la lucha contra el egoísmo. Como ya predicaba San Pablo (II Corintios 13): “La caridad no es egoísta”. Sin embargo, la caridad no se limita a la limosna, sino que abarca todas las relaciones con nuestros semejantes, como empleados, iguales o superiores jerárquicos. Ella nos enseña a ser indulgentes porque necesitamos el perdón, y nos prohíbe humillar a los desafortunados, contrariamente a lo que comúnmente se practica en la sociedad actual.

El hombre verdaderamente bondadoso busca mirar a sus semejantes al nivel de sus propios ojos, disminuyendo la distancia entre las personas, poniéndose en igualdad. La caridad es, pues, desinteresada, paciente y benigna. Es una expresión sublime del amor al prójimo. Practicar la caridad es pensar en los demás (ser altruista); al contrario, ser egoísta es sólo pensar en Usted mismo.

¿Cómo puede una persona ser feliz sabiendo que todavía hay hermanos y hermanas que están sufriendo a su alrededor? Sólo el amor y la caridad podrán combatir el egoísmo humano, y cuando eso sucede, vamos a alcanzar la felicidad y ciertamente vivir en un mundo justo y mejor. Nosotros, Vicentinos, estamos plenamente insertados en ese desafío, para construir una sociedad justa, fraterna y solidaria, en la que reine la caridad y nunca haya lugar para el egoísmo. Si somos verdaderos artesanos de la caridad, en consecuencia también somos soldados en la lucha contra el egoísmo y la indiferencia.

La persona que se inserta en el verdadero espíritu de la caridad no puede, nunca, aceptar el egoísmo. Entre otras cosas porque las causas del sufrimiento, en general, son los deseos oriundos del egoísmo. Dios es amor, así como predicó San Juan (I Juan 4, 8-16): “Dios es amor”. Debemos dejarnos llevar por la pura caridad, que no juzga, no cobra, y no pide nada a cambio.

Otro pasaje bíblico que deja clara la importancia de la caridad está en Santiago 1, 27: “La religión pura y sin mácula delante de Dios, el Padre, es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo”. Es decir, la religión que agrada a Dios se basa en la caridad. Si una persona es egoísta, ¡jamás saldrá de su zona de comodidad para ayudar a los demás!.

Autor: Renato Lima.
Vicepresidente Territorial
del Consejo General Internacional en Sudamérica.
Fuente: Boletín Ozanam de la SSVP en España, febrero de 2016.