La mención frecuente que Jesús hace de los niños puede arrojar luz sobre la naturaleza de este Reino del que habla, el Reino de su querido Padre.
Un ejemplo se da en el capítulo 10 de Mateo, cuando los discípulos empiezan a apartar a los niños del Señor Jesús. Él se enfada con los Doce por hacer esto, ya que habían supuesto que los niños no tenían mucho lugar en este nuevo Mundo que Jesús proclamaba.
La reprimenda inusualmente dura de Jesús revela algo que falta en la apreciación de los discípulos sobre quién debe ser incluido en el Reino de Dios. En lugar de rechazar a los niños, Jesús les replica que tienen una característica que les abre las puertas.
Y esa característica podría denominarse «aceptación agradecida». Los niños reciben las cosas como regalos; no insisten en que tienen derecho a lo que se les da. En el fondo, se dan cuenta de su total dependencia de sus padres. No se ganan lo que reciben, sino que se les da gratuitamente. Su actitud es de pura aceptación y, es de esperar, de aceptación agradecida.
¿No puede ser esta actitud infantil, de total dependencia del otro, un modelo de lo que san Pablo predica como gracia, la mentalidad y el corazón agradecidos? El Reino de Dios es puro beneficio. Ninguno de nosotros puede conseguirlo ni reclamarlo. No es nuestro Reino, sino el de Dios, el mundo de Dios. Sólo quienes lo aprecian así, quienes lo reciben pura y simplemente como un don, pueden entrar en él.
Y por eso el enfado de Jesús con los discípulos, que pensaban que, de alguna manera, eran más merecedores del favor de Dios que estos molestos niñitos. Y las contundentes palabras del Señor: «Dejad que los niños vengan a mí, porque el Reino de Dios pertenece a personas agradecidas como ellos». Más aún, «el que no acepte el Reino de Dios como un niño no entrará en él».
Esa semejanza a los niños, esa receptividad agradecida e inmerecida a la venida e invitación de Dios, es la lección que el Señor Jesús ha estado proclamando desde entonces.
Vicente lo expresa con meridiana claridad: «¡Ay, hermanos míos! No hay que buscar muchas razones para excitarnos a ese amor, ni hay que salir fuera de nosotros mismos para encontrarlas; no tenemos más que considerar los bienes que nos ha hecho y que sigue haciéndonos cada día; y además nos lo ha mandado él mismo, para obligarnos más a ello. Veis cómo este tema inflama la voluntad por si mismo. Cuando el alma, en la oración, se inflama inmediatamente ¿qué necesidad hay de razones?» (SVP ES XI-3, 162-163, Repetición de la oración del 16 de agosto de 1655).
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