“…se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”
Gen 2, 18-24; Sal 127; Heb 2, 8-11; Mc 10, 2-16.
Jesús afirma la dignidad de la mujer, al establecer la indisolubilidad del matrimonio, en una época y sociedad donde apenas tenía derechos. Con la autoridad mesiánica, Jesús restablece el matrimonio a la intención primera de Dios, mostrar la grandeza de la vocación matrimonial.
Cuando no es el amor lo central y lo que fundamenta los criterios de la vida, no se entiende el “para siempre”, porque el amor requiere lealtad, fidelidad y perseverancia. El amor verdadero está llamado a crecer, a madurar.
El matrimonio es un sacramento en el que Dios se hace presente en esa alianza de amor, en el cual el hombre y la mujer se prometen fidelidad delante de Dios y de la comunidad, y así recibir la bendición de Dios, para ser “Son una sola carne”.
Hace falta descubrir la grandeza de una vida donada, ofrecida, entregada por amor. Todo amor verdadero viene de Dios, que es amor, y a Él debe conducir. Por eso para crecer en el amor no puede faltar el contacto con Dios mediante la fe, la oración, la vida sacramental. Que el Señor nos ayude a renovar nuestro Sí y nos guarde en el crecimiento continuo en el amor.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Jaime Reyes Mendoza C.M.
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