¿Sucedió hace un siglo? ¿Ocurrió quizá ayer por la tarde? ¿Ha salido en los periódicos de esta mañana la noticia de que un sacerdote francés ha sido asesinado en China? ¿O quizá mañana? ¿O siempre? Es una vieja historia. Desde el anciano Ignacio, el de Antioquía, comido por los leones, hasta el sacerdote que quizás ahora está muriendo en una cárcel de cualquier parte, la cadena de sacerdotes pasando de mano en mano la antorcha de la fe, manchada en sangre, no muere nunca, hasta el fin. Francisco Regis Clet fue un eslabón. Nadie ha dicho que tú o yo no podamos ser otro.
Francisco Regis Clet fue un paúl francés. Francisco Regis Clet fue durante catorce años profesor de teología de un seminario. Durante un año fue director de novicios. Durante veintisiete años fue misionero en China. Desde hace ciento veintiocho años es un habitante del cielo. No fue obispo. No fue predicador de Notre Dame. No murió joven, ni fue un santo arrollador en los que el brazo de Dios obra a modo de relámpago. Apenas hizo nada que no pueda hacer un profesor de seminario. Pero tuvo el coraje de subir paso a paso hasta la cumbre.
Siempre quiso ser mártir, pero no murió mártir hasta los 72 años. Murió sin prisa, año a año, en Europa y en China, pensando siempre: «Para mí, vivir es Cristo, y morir, una recompensa». Una recompensa cuando Dios quiso, y mientras tanto evitó la muerte que dejaría a muchos cristianos sin sacerdote, huyó de las persecuciones chinas, se refugió con sus cristianos en las montañas, se escondió en los pozos y en las cuevas, huyó de casa en casa.
Una mañana, disfrazado de comerciante, con una vasija de aceite en la mano, Regis Clet salía de la última casa que le había servido de refugio. Aquella noche alguien le llamó mientras dormía:
—¡Francisco, Francisco, que vienen los soldados, levántate!
Francisco siguió dormido. Entonces ese alguien le tiró del brazo.
—De: manera que están los perseguidores a la puerta y tú duermes tan tranquilo.
Se levantó de la cama. No vio a nadie. (¿Será el ángel?) Celebró la misa, se disfrazó y abrió la puerta para escapar. Allí estaban los soldados. El cristiano renegado que venía con ellos dijo:
—Ese es.
Francisco se adelantó.
—Amigo, ¿a qué has venido?
Sabía muy bien que ningún lugar de prendimiento, aunque sea Ho-nan, allá en China, está muy lejos de Getsemaní. Ni tampoco está muy lejos del Calvario aquella cruz de Hou-pe donde murió dos años después.
El 17 de febrero de 1820 los soldados de la prisión de Hou-pe entraron en la celda donde estaba el padre Clet con el sacerdote nativo Chen. Dijeron a Clet:
—Síguenos.
—¿Me volveréis de nuevo aquí?, —preguntó Clet.
Los soldados callaron. Entonces el padre Chen les miró.
—Decid, la verdad. Los europeos no temen la muerte.
—La verdad es que no ha de volver.
El padre Clet pidió unos momentos para hablar con su compañero del que recibió por última vez la absolución sacramental. Quisieron darle unos vestidos nuevos para ir al suplicio por estar ya viejos los que llevaba. «No voy al suplicio como un mártir, contestó, voy como un penitente». Antes de salir se volvió hacia los cristianos que lloraban tras él, diciendo: «No abandonéis jamás la fe». Y salió.
Apenas había amanecido. En Pekín, a muchas leguas de allí, tampoco había amanecido ni amanecería en todo el día, ni al día siguiente. Durante tres días estuvo la ciudad envuelta en tinieblas cerradísimas que muchos atribuyeron a castigo por el asesinato de Clet. En Hou-pe apenas había amanecido. Un grupo de soldados conducía hacia las afueras de la ciudad a un viejecito de setenta y dos años, mal vestido, con su barba blanca demasiado larga, encorvado y gastado, pero sonriente. Llegaron al campo de los ajusticiados. Había allí una cruz, no muy alta. Sólo lo preciso para que un hombre pudiese morir en ella estrangulado. Clet, después de haber estado un momento arrodillado junto a ella, levantóse diciendo: «Podéis atarme ya». Y le amarraron. Con las cuerdas, bajando desde el cuello, le sujetaron las manos a la espalda, y le ataron los pies, uno sobre otro.
Ya no quedaba más que morir. Pero, en China, morir estrangulado es morir tres veces. El verdugo aprieta tres veces el cuello para hacer regustar el tremendo sabor de la muerte. Los cristianos pagaron a los verdugos para evitar que el suplicio fuese tan cruel con este pobre anciano. Pero fue inútil. El verdugo apretó hasta el límite de la muerte y soltó. Un momento más de vida para volver a morir. Un instante más para volver a ver los setenta y dos años de vida que se van.
Dicen que al morir la vida aparece junta y más clara. Toda la vida como es, como un suspiro que dice el salmo. Francisco Regis Clet había reunido ahora, como en un puñadico, todo lo que quedaba de su vida, todos los recuerdos. En su prisión, cuando volvía al calabozo despedazado, hecho polvo después de las torturas de los interrogatorios, Francisco Regis Clet no dormía. Rezaba y recordaba durante toda la noche, arrodillado en un banquillo. Una noche el carcelero le vio así, sólo y despierto y aún sangrando. «¿Qué prodigio, preguntó a la mañana siguiente, qué prodigio quería obtener este anciano que ha pasado de ese modo en vela toda la noche?» El prodigio de morir por Cristo, de ofrecerle todo lo que había sido su vida. Otro carcelero puso una cadena sobre el banquillo para que no se arrodillase. Pero él hizo como si no se diese cuenta y se volvió a arrodillar allí, rezando Y recordando.
Ahora, desde el umbral de la muerte, lo tiene todo fresco en la memoria, todo junto para ofrecérselo a Dios. Desde la soga de estrangulado puede ver allá lejos, más allá de estas montañas de China, mucho más allá de lagos y bosques, la dulce Francia, y aquella ciudad de Grenoble, al pie de los Alpes, donde nació el 19 de agosto de 1748. Puede recordar a su padre, comerciante de tejidos, a su madre, Claudina Bourquy. Recordar su despedida para ingresar en el seminario de la Congregación de la Misión de Lyon. Su ordenación sacerdotal en 1773, sus años de profesor de teología en Annecy, donde era llamado «biblioteca ambulante». Su marcha a París para la Asamblea General de la Congregación, y su nombramiento de director de novicios. Y aquella noche del 12 al 13 de julio, cuando las turbas que hicieron la Revolución Francesa asaltaron la casa de San Lázaro a las dos de la madrugada. Él, con los demás sacerdotes se había refugiado en las casas cercanas. Cuando volvieron al día siguiente sólo encontraron lo que queda después de una tormenta, un montón de muebles y altares destrozados en medio de unas paredes desnudas. Y muy cerca de allí un cuerpo en su ataúd. El cuerpo de Vicente de Paúl. Cuando las turbas, gritando, derrumbándolo todo, se encontraron de repente ante el cuerpo de San Vicente de Paúl, callaron. Allí estaba el padre de los pobres, el hombre del pueblo, el único corazón de Francia que podía detener todas las revoluciones del hambre y del odio. Y dejando las hachas y descubriendo las cabezas, cargaron el ataúd y en un silencio de muerte lo transportaron a la próxima iglesia.
Francisco se acuerda de Vicente de Paúl. Siempre ha vivido bajo su luz. Hace ya veintinueve años, poco después del asalto a San Lázaro, besó por última vez sus reliquias.
¡Tantas cosas sucedieron hace veintinueve años! ¡Qué lejos quedó Francia desde entonces! ¡Qué lejos su casa, su familia, su hermana María Teresa! María Teresa, la hermana mayor, había sido como una madre para los hermanos pequeños de la familia Clet. Francisco era el décimo de los quince hermanos. Son emocionantes las cartas de despedida entre los dos hermanos, antes de embarcarse Francisco para China. María le escribió llorando que no les abandonase para siempre. Francisco contestó: «Aprovecho la noche que precede a mi salida para contestar a tu tiernísima carta. Ya esperaba yo que tu constante y dulce cariño hacia mí no te había de permitir obedecer a la invitación que te hacía de que no intentaras quebrantar mi proyecto… Las cosas han avanzado demasiado y no me arrepiento en modo alguno de mi conducta. No por falta de amor hacia ti, sino porque creo que en esto sigo los designios de la Providencia hacia mí». Todo el cariño más puro y más fuerte que puede contener el pecho de un hombre se levantó entonces en el corazón de Francisco. Hace falta haber sufrido este género de pena para comprenderlo. María Teresa era para él el amor de su madre muerta, el amor de la familia, el hogar, toda su infancia personalizada en una persona. Era la parte que en su vida había cabido al amor humano. Pero la voluntad de Dios estaba más allá del mar. A pesar de todo, allí se iría, pues. No se vieron al despedirse, no se habrían de volver a ver en la vida. Pero no importa. Unos momentos antes de embarcarse le escribió de nuevo: » … Ruega al Señor que me haga cumplir exactamente su obra. Comunica otra vez mis afectos a mis queridos hermanos, así como también a mi cuñado y sobrinillos. Encomiéndame a las oraciones de mi tía, de la carmelita, y persuádete de que por muy apartado que de ti me halle, jamás te olvidaré». Y cruzó el mar, dejándolo todo detrás, dejando su tierra que amaba como un francés ama a Francia, dejando cuarenta y tres años, media vida, detrás. Ahora estaba en China, ahora iba a morir. Pero, «por muy apartado que de ti me halle, jamás te olvidaré».
Después de un noviciado de costumbres y usos chinos, marchó a la misión del Kiang-si. Pero el lenguaje chino no se aprende en un día. Francisco necesitó toda su paciencia y tesón para aprenderlo. Enseguida marchó al Hou-Kouang, subdividida en las provincias de Hou-pe y Ho-nan, donde había diez mil cristianos diseminados, refugiados en las montañas por causa de la persecución de 1784, y por miedo a los Peisien-kiao, bandas de sublevados contra el emperador. Y para tantos cristianos a veces cinco sacerdotes, a veces tres, a veces sólo el padre Clet, caminando de monte en monte, disfrazado. «Para ponernos al abrigo de una sorpresa, escribe, hemos formado, en unión de nuestros cristianos, campos fortificados en las cumbres de los montes». Y ni aun esto bastaba, porque los revolucionarios venían a cualquier hora quemándolo todo. Así, escribió Clet: «Han visitado mi casa y se han llevado cuanto han querido; pero no la han incendiado. La casa tiene dos cuartos e invadieron el primero mientras yo me estaba tranquilamente en el segundo. No tenían más que abrir la puerta y me hubieran prendido. Pero no abrieron, sino que se entretuvieron en beberse el vino que encontraron, y después se marcharon». En medio del peligro salía hacia grupos de cristianos que hacía veinte o treinta años no habían visto un sacerdote. Y en los días de descanso confesaba durante nueve o diez horas seguidas, y al final todavía conservaba su buen humor para decir: «Aquí hay algunos cristianos tibios, pero gracias a Dios no existen filósofos ni mujeres teólogas».
A todos los rincones llegaba la fama de su abnegación, sabiduría y santidad, y era considerado como el oráculo de los misioneros de China, según testimoniaba muchos años más tarde otro mártir de China, el Beato Gabriel Perboyre. Si un día libraba del demonio a una mujer con sólo tocarle con la estola, otro día conseguía una lluvia torrencial después de haberse puesto a rezar a petición de los cristianos, y de haberla anunciado. Un día, navegando por el río, le dijo el barquero: «Si no se levanta un viento favorable que nos aleje de la orilla, le reconocerán y prenderán». No había el viento suficiente para hacer temblar la hoja de una flor de loto. Pero, de improviso, mientras rezaba, se levantó un viento que alejó la barca de la costa… Volvía otro día a casa y unos paganos le esperaban en un recodo del camino para abalanzarse sobre él y despojarle de cuanto llevaba. Pero no pudieron moverse de espanto al verle venir rodeado de luz y avanzando sin pisar el suelo.
Bueno, ya estamos en el fin. Cuánto ha tardado en llegar. ¡Hacerse viejo en los escondrijos, vivir sabiendo que el mandarín ha ofrecido tres mil tails y la condecoración nacional por la cabeza de uno! ¡Y todavía en estas circunstancias tener valor y humor para escribir desde su escondite: «No deseo de las cosas de aquí abajo más que un buen reloj de bolsillo, pues de los que me enviaron hace dos años sólo uno está medianillo. Los otros se adelantan una o dos horas al día; de pronto fueron asaltados de una calentura intermitente que los condujo a la muerte!» ¡Santo Dios! «No deseo de las cosas de aquí abajo más que un buen reloj de bolsillo». A los setenta años, perseguido, a punto de ser capturado y estrangulado tener serenidad y coraje para decir que no desea de las cosas de aquí abajo más que un buen reloj de bolsillo. Nunca entenderemos la maravilla de sublimidad y sencillez de que está hecho un santo.
Quizá ahora, ahora que está atado y a punto de ser estrangulado, entre sus pobres ropas, lleva su buen reloj de bolsillo. Desde ahora ya no importará que el reloj se atrase o se adelante, ¿verdad? Ya todo es lo mismo, Todo está cumplido. Los veinte meses de prisión también. Y todos sus tormentos.
Pero a pesar de todo, aún se puede sonreír, aún está sonriendo, esperando a que el verdugo apriete definitivamente. Siempre ha sonreído, pase lo que pase. Hasta entre los tormentos y los interrogatorios, de rodillas ante el tribunal. Mientras el tribunal estaba distraído, dijo un día el padre Lamiot, que acababa de llegar encadenado, al padre Clet:
—¡Ánimo! me encomiendo a vuestras oraciones. ¿Cómo estáis?
Entonces Clet sonrió:
—Ya no sé hablar francés, ni latín, ni chino.
Y, al verles sonreír, les separaron.
C’est tout. Sencillo y emocionante. De tanta sencillez que podría hacer llorar. Pero el verdugo no llora; el verdugo aprieta. La pobre garganta ya no resistirá más. Es la garganta de un profesor de seminario y la garganta de un apóstol y la garganta de un habitante de las catacumbas. Eso, la garganta de un cristiano. Ahora ya no sabe hablar ni el francés del seminario, ni el chino de las misiones, ni el latín de las catacumbas. Ahora ya no puede hablar. Sólo sonríe.
… Más allá de las montañas está Francia. Más allá de las nubes está Dios…
El mandarín dio la señal. El verdugo le apretó por tercera vez la garganta, sin miedo, hasta el fin. Francisco Regis Clet sonrió. Eso es, sonrió. Y murió.
LUIS GALLÁSTEGUI, C. M.
0 comentarios