Un versículo predilecto del Salmo 4, dice: «Señor, ¡alza sobre nosotros la luz de tu rostro!». Evoca un tipo de experiencia muy entrañable y privada que cada uno de nosotros puede apreciar a su manera. Y es una vez (o incluso muchas veces) en que alguien que nos amaba dejó que ese amor se manifestara a través de sus ojos, de la expresión de su rostro. Sentimos esa sonrisa desde el fondo del corazón, esa mirada cálida y apreciativa, esa atención exclusiva y tierna que te dedican. Significa que alguien te ha mostrado su mejor yo y que su amor está brillando.
Esta es una verdad fundamental que, por muchas razones, es necesario profundizar. Las circunstancias de la vida tienden a oscurecer el brillo de esta mirada. Hay cosas que podemos hacer para abrirnos más plenamente a su resplandor.
Por ejemplo: prestar más atención a las Escrituras, a esas palabras e historias que durante siglos han transmitido la persona y la realidad de Dios a generaciones de creyentes. Y así: prestándoles más atención, sobre todo cuando se proclaman en la Misa cada domingo, pero también cogiendo nuestras biblias durante la semana para dejar que sus palabras se mezclen con los acontecimientos de nuestra vida cotidiana. Los grupos de reflexión de muchas de nuestras parroquias pretenden precisamente eso.
Otra apertura a la mirada de Dios se produce cada vez que nos reunimos en torno a la mesa del Señor y participamos en lo que acontece en la Eucaristía. A través de este pan y este vino, Jesús derrama una vez más todo su Ser para nuestro bien, para nuestro beneficio duradero. Hacer lo que podamos, por medio de la atención y la receptividad, para compartir más plenamente este intercambio salvador nos abre cada vez a esta mirada de amor que siempre viene a nosotros.
Y hay muchas otras maneras de profundizar en la conciencia del amor de Dios que brilla y se derrama sobre nosotros. Ayudar a los necesitados, perdonar los desprecios, defender la verdad y trabajar por la justicia son formas poderosas de abrirnos a esa mirada misericordiosa que Dios siempre nos dirige. Vicente de Paúl alcanza un sentido similar cuando al elogiar su virtud del celo: «Si el amor de Dios es fuego, el celo es la llama; si el amor es un sol, el celo es su rayo.» (SVP ES XI-4, p. 590).
Volvamos a aquel salmo de súplica: «Señor, haz que Tu rostro brille sobre nosotros».
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