Conferencias de Cuaresma predicadas por el P. Lacordaire, texto nº 10

por | Mar 1, 2024 | Formación, Reflexiones | 0 comentarios

A instancias de Federico Ozanam y otros estudiantes universitarios, el arzobispo de París, monseñor de Quélen, instituyó las Conferencias de Cuaresma en Notre-Dame, que aún siguen realizándose en nuestros días. El primer ciclo de conferencias tuvo lugar de febrero a marzo de 1834. El padre Lacordaire, que ingresaría más adelante en los dominicos pero que entonces era sacerdote diocesano, predicó las de 1835 y 1836. Estos extractos provienen de aquellas conferencias.

La caridad es el signo principal de la transfiguración del alma

Parecería natural creer que un hombre que ha alcanzado un cierto nivel de riqueza y está saciado de superfluidad, no sentiría ninguna dificultad en regalar lo inútil, incluso en la sobreabundancia del lujo: pero esto es un error. El hombre nunca da de buena gana. Cuando ya no sabe qué hacer con su oro, compra la tierra que lo produce. A menudo privado de posteridad, o reducido a sobrinos a los que detesta, vuelve a comprar, y si no hay tierra suficiente a su alcance para satisfacer su ansioso deseo de posesiones, entierra este oro doblemente inútil en bóvedas profundas, dándose a veces el placer de mirarlo, contarlo y saber en cuántos écus [antigua moneda francesa] ha aumentado su felicidad. ¿Qué alegría hay en ello?

El pobre no comprende el estado del rico, que prefiere esconder a dar; pero es así. Sucede incluso que el rico se cansa de serlo, que no soporta más su fortuna, que un inmenso asco se apodera de él: podría, al parecer, abrir una nueva veta de alegría sacando de la miseria a una familia arruinada… Pero la saciedad, llevada hasta el dolor, ni siquiera entonces enseña al hombre el secreto de despojarse de sí mismo. Considera que el honor de ser más rico que nadie bien vale ser comprado por el sufrimiento… En efecto, si el hombre no ama a sus semejantes, si odia el trabajo y aborrece todo reparto de sus bienes, ¿quién no ve al final de estas disposiciones de su alma, como consecuencia inevitable, el establecimiento de la servidumbre? ¿Por qué no he de abusar del poder contra el hombre que desprecio, para someterlo a un trabajo del que me libero, y que sirve tanto a mi riqueza como a mi orgullo? ¿Por qué no he de atar al mayor número posible de hombres, al menor precio posible, para satisfacción de todos mis sentidos? ¿Por qué, si puedo, no he de tener, como en la India, gente que ahuyente de mi cara a los animales inoportunos, otros que me lleven en palanquín, otros que me tengan preparado un vaso de agua cuando tenga sed, otros que me acompañen y me hagan honores? Tal vez pierda la oportunidad de subyugar a mis semejantes; pero, ¿acaso los opresores han perdido alguna vez una oportunidad en el mundo? Una vez establecidas las causas de la servidumbre en el corazón del hombre, ¿quién se opondrá a ellas? ¿Dónde estará el débil frente al fuerte? Habrá que crear alguna fuerza que les impida pensar en rebelarse y que permita al egoísmo dormir tranquilo. ¿Qué forma más natural que reducirlos a una servidumbre que los degrade a sus propios ojos y no les permita ni siquiera pensar en reclamar sus derechos?

No se trata de interpretaciones fantasiosas de los sentimientos del hombre. Dios ha permitido que la servidumbre exista hasta ahora para revelaros sin cesar lo que sois sin la caridad que procede de Él.

Podríais haber creído que amabais a la humanidad por vosotros mismos y que la filantropía bastaba para establecer la fraternidad universal. Dios se encargó de demostraros que estabais equivocados. Si los europeos, los franceses, descendieran unos grados de latitud y fueran transportados a un sol más cálido, su filantropía expiraría a las puertas de una fábrica de azúcar. Una vez convertidos en propietarios de esclavos, descubrirán las razones más poderosas del mundo a favor de la servidumbre: las mismas que he mencionado antes, la necesidad de trabajar, la imposibilidad de hacerlo por sí mismos, el deber de enriquecerse, la inferioridad de la raza subyugada; irán a buscar por todas partes a esta raza privilegiada, y si aún no está lo bastante cerca del embrutecimiento, se encargarán, maltratándola y privándola de educación, de llevarla al nivel deseado de bajeza y embrutecimiento para que todo el mundo la juzgue incapaz e indigna de la libertad.

He aquí al hombre… y qué obstáculos tuvo que encontrar en él la doctrina católica para el establecimiento de la fraternidad. Veamos cómo consiguió ser el más fuerte. Cuando Jesucristo quiso fundar el apostolado, pronunció estas palabras: Id y enseñad a todas las naciones. Le costó más fundar la fraternidad. Se repitió varias veces y fijó tres textos famosos. Os doy un mandamiento nuevo —dijo en una ocasión—: que os améis los unos a los otros como yo os he amado; el mundo sabrá que sois mis discípulos si os amáis los unos a los otros (Jn 13,31.35). Fijaos ante todo… en esta expresión: Os doy un mandamiento nuevo. Jesucristo sólo la utilizó en esta ocasión, al menos de forma tan expresa. La humildad, la castidad, el apostolado, aunque nuevos, lo eran menos que este precepto: Amaos los unos a los otros. Y Jesucristo añade que éste será el signo por el que se reconocerá a sus discípulos; no porque la humildad, la castidad y el apostolado no sean también signos muy evidentes y muy ciertos de la profesión cristiana, sino porque la caridad es el océano donde comienzan y terminan todas las demás virtudes. Es la caridad la que hace humilde, casto y apóstol; es la caridad el principio y el fin, y, por consiguiente, el signo capital de la transfiguración del alma.

Jean-Baptiste-Henri-Dominique Lacordaire (1802-1861) fue un reconocido predicador y restaurador de la Orden de Predicadores (dominicos) en Francia. Fue un gran amigo de Federico Ozanam (de hecho, es el autor de una muy interesante biografía sobre Ozanam) y muy afecto a la Sociedad de San Vicente de Paúl.

Imagen: El padre Jean-Baptiste Henri Lacordaire, pintado por Louis Janmot (1814-1892), amigo de Federico Ozanam y uno de los primeros miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl.

Fuente: Henri-Dominique‎ ‎Lacordaire, Conférences de Notre-Dame de Paris, tomo 1, París: Sagnier et Bray, 1853.

 

 

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