«Si volviera atrás, me volvería a apuntar a esto. Las personas a las que atiendo me han dado mucho más de lo que yo les he podido aportar», afirma.
El próximo 5 de marzo, sor María Antonia Moreno, Hija de la Caridad, cumplirá 55 años en la congregación fundada por san Vicente de Paúl y santa Luisa de Marillac. Ya está jubilada, pero sigue al pie del cañón en los mismos lugares en los que comenzó a servir: en los márgenes de la sociedad, con los pobres, con aquellos que pocos se atreverían a tocar. Con apenas 25 años, cuando no había hecho los votos, ya estaba implicada en un proyecto pionero en el barrio chino de Salamanca, un lugar de prostitución y marginación. Allí se fue a vivir con otras dos hermanas a una casa que había pertenecido a una prostituta. En el bajo, la peluquería donde se acicalaban. En este lugar, se curtió su vocación: «No sabía lo que era la vida hasta que entré allí». Montaron una guardería, ofrecían alimentación, educación, atención médica, catequesis…
Fueron doce años antes de dar el salto a Madrid, donde, además de estar al servicio de la Compañía, ejerció como trabajadora social en centros de menores —en algunos como directora— y también en una casa para mujeres víctimas de violencia de género. «Son servicios de 24 horas, donde no tomas distancia, sino que estás metida completamente. He pasado unas cuantas Navidades en el hospital, con un niño que se ponía malo o con una mujer de parto», explica en conversación con ECCLESIA.
Ahora vive con otras cuatro hermanas en el Centro de Acogida San Isidro para personas sin hogar del Ayuntamiento de Madrid. Están en el mismo edificio, solo separadas por una puerta con llave. Y son voluntarias: colaboran con el ropero, acompañan a los residentes al médico y apoyan a la dirección. Pero, por encima de todo, están cerca de los que allí viven, en ocasiones con infinidad de problemas —alcoholismo, drogas, trastornos psiquiátricos…—, les acompañan y escuchan o les regalan caricias y piropos.
Sor María Antonia conoce a todos por el nombre, tiene una lista con los cumpleaños —para que nadie se quede sin su día— y dedica casi hora y media cada jornada a los que están peor, los que no pueden salir del centro y se encuentran en una unidad especial. Les lleva el periódico y compite en todo tipo de juegos de mesa. Ríen y hablan, a veces de Dios. Los domingos abren su casa para que puedan ir a la Eucaristía y, antes de empezar, ella misma les ofrece una pequeña catequesis.
Reconoce que acercarse a estas personas es como «pisar tierra sagrada», pues hay que ir con delicadeza. Normalmente, nadie rechaza a las hermanas. Todo lo contrario: suelen ser las que mayor autoridad tienen. «Si volviera atrás, me volvería a apuntar a esto. Las personas a las que atiendo me han dado mucho más de lo que yo les he podido aportar. Me han descubierto que Dios es tan grande que nos quiere a pesar de todo, que está ahí presente», explica. No todo es fácil, porque muchas veces, reconoce la Hija de la Caridad, «sientes el cansancio». «Aquí es todo a fondo perdido. Es como cuidados paliativos, sabes que a la mayoría no los vas a poder cuidar, pero los acompañas», dice.
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