Cinco rostros de Isabel Ana Seton

por | Ene 3, 2024 | Formación, Santoral de la Familia Vicenciana | 1 comentario

Isabel Ana Seton fue una mujer extraordinaria. Vivió más intensamente en los 46 años de su vida que mucha gente que vive el doble de años. Podría presentar con facilidad diez rostros de su admirable personalidad, pero tendremos que contentarnos con cinco, pues de otra manera ¡este capítulo no terminaría nunca!

Debo decir, como paisano suyo que soy, que siempre me ha fascinado el hecho de que conociera a George Washington. De hecho, su marido, el 22 de febrero de 1796 fue uno de los invitados a una fiesta de baile que celebraba el cumpleaños de Washington. ¿Bailó aquella noche Isabel Ana Seton con George Washington?

¡Tema interesante para contárselo a los pequeños!

Dicha esa anécdota, voy a ofrecer al lector cinco rostros de Isabel Ana Seton.

I. Mujer de Muchas Facetas

Isabel, a quien su padre llamaba Betty, fue una niña reflexi­va, solitaria a veces. Nació en 1774, justamente cuando amanecía la Revolución Americana. Su madre murió cuando Isabel Ana tenía menos de tres años, y su hermana más pequeña murió un año más tarde. Su padre se volvió a casar; estaba con frecuencia ausente del hogar, en viaje para mejorar su profesión de cirujano.

Betty fue una niña precoz. A su padre le gustaba mucho darle lecciones. Además de las asignaturas escolares ordinarias, Betty aprendió francés y música. Por razones que no aún no se conocen bien, vivió durante cuatro años en una granja de un tío suyo en Long Island. Fueron años de vida reflexiva, tal vez años de sole­dad para una niña sin madre y con un padre ausente. Pero fueron también años de disfrute. Jugaba con los hijos de su tío y caminaba por los campos a lo largo de la orilla con sus primos. A veces no sabía nada de su padre durante más de un año. La lectura era su pasatiempo favorito. Encontraba mucho consuelo en la Biblia.

Cuando dejó la granja de su tío a los 16 años, era una seño­rita encantadora. Había asimilado la francesa ‘joie de vivre’ (ale­gría de vivir), tocaba el piano, leía a Voltaire y a Rousseau, iba al teatro, y le gustaba divertirse.

Una tarde de 1791 conoció en un baile de sociedad a William Magee Seton y se enamoró de él. Se casaron el 25 de enero de 1794. Tenía 19 años. En diez años William y Betty tuvieron cinco hijos, Anna, William, Richard, Catherine, y Rebecca. Y aunque por supuesto el ser esposa y madre absorbía su atención, aún encontra­ba tiempo para actividades de caridad entre los pobres y enfermos de la ciudad de Nueva York.

Justamente a los cuatro años de casarse, el mundo de Isabel empezó a desmoronarse. Murió su suegro dejando a su hijo como el representante de la familia en una empresa de navegación. Un exa­men rápido de los libros de cuentas reveló que el negocio estaba en situación calamitosa. A la vez que descubría que el negocio que había heredado iba camino de la bancarro­ta, el marido William contrajo una tos que era síntoma de una tuberculosis incipien­te. El propio padre de Betty murió poco des­pués mientras atendía a inmigrantes afecta­dos por la fiebre ama­rilla.

Con la esperanza de recuperar la salud de William los doctores recomendaron un viaje por mar. El marido, Ana y su hija mayor se embarcaron para visi­tar a sus amigos los Filicchis, que vivían en Livorno, Italia. Pero como había en Nueva York fiebre amarilla, al llegar a Livorno no se les dio permiso para desembarcar en la ciudad, y estuvieron en cuarentena unas cuantas semanas en un edificio que parecía una cárcel. Su marido murió unos días después. Sus restos están aún en Livorno.

Ante la insistencia de su mujer, Amabilia, Antonio Filicchi acompañó a Betty y a su hija Anna en el viaje de vuelta a Nueva York. Tenía 29 años cuando llegó de vuelta a su hogar. Esta mujer joven, que había sido una niña reflexiva, una adolescente sociable y luego esposa y madre de cinco hijos, se encontraba ahora enfrentán­dose al futuro como mujer viuda.

II. Convertida al Catolicismo

Después de la llegada de Isabel a Nueva York las cosas empeoraron rápidamente. Su cu­ñada Rebecca, a quien Isabel se refe­ría como su «herma­na del alma», murió a las cinco semanas justas del regreso de Isabel. La empresa de navegación se hundió. En el aspec­to social este hecho dejó a Isabel en la pobreza mientras que el deseo de Isabel, cada día más fuerte, de hacerse católica le fue dejan­do sin amistades.

El 14 de marzo de 1805 Isabel fue admitida como católica en la iglesia de San Pedro, en el sur de Manhattan. Antonio Filicchi, que había vuelto a Nueva York por algunos negocios que tenía en Boston, fue su padrino. Los Filicchis fueron los primeros amigos católicos de Isabel. Impresionada por la manera que mos­traban de vivir su fe, Isabel se interesó por las doctrinas y las prácticas de la Iglesia católica. Le impresionaban sobre todo la doctrina de la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento, la devoción de los católicos a la Virgen María y la sucesión apostólica.

La conversión de Isabel no fue una experiencia fácil. Muchos de sus amigos y parientes episcopalianos la abandonaron. El pastor de su iglesia advirtió a sus feligreses que no tuvieran rela­ción con ella. Pero dos de las amigas más cercanas a Isabel, Julia Scott y Catherine Dupleix, le permanecieron fieles durante toda su vida y fueron también acercándose al catolicismo.

Al leer lo que escribió Isabel en tiempo de su conversión, tengo la impresión de que fue la doctrina de la presencia real de Cristo en la eucaristía lo que le movió más para llegar a ser católi­ca. Le impresionaba la actitud devota de los Filicchis durante la misa, y le movía el ver el lugar tan central que ocupaba la eucaris­tía en la vida de los católicos. Empezó a sentir que las iglesias pro­testantes estaban desnudas y las católicas llenas de la presencia de Dios.

El 25 de marzo de 1805 recibió la primera comunión como católica. Escribió con una inmensa alegría a la esposa de Antonio Filicchi: «¡Por fin, por fin, Dios es mío y yo soy suya! Ahora que todo siga su curso – ¡yo le he recibido!»

III. Maestra y Administradora

Encontrándose en la pobreza, Isabel buscó medios para mantenerse a sí misma y a sus hijos. Ayudó a un señor inglés, Mr. Patrick White, a establecer una escuela para niñas en Nueva York, proyecto que falló pronto. Se encargó después de una residencia dependiente de una escuela para muchachos. Pero los episcopalia­nos se opusieron y la residencia tampoco tuvo éxito. Su amigo Antonio Filicchi, justamente antes de embarcar para Livorno, encargó a su agente en Nueva York que depositara 400 dólares cada año en la cuenta de Isabel para la educación de sus hijos, con el encargo de que le entregara otras cantidades adicionales que le pudiera pedir ella.

En el otoño de 1806 Isabel tuvo una conversación muy importante con el reverendo William Dubourg, presidente del colegio de Santa María en Baltimore (quien fue después el obispo de Nueva Orleáns que invitó a los lazaristas a esta­blecerse en los Es­tados Unidos), quien le dijo a ella del deseo que tenía de abrir una escuela para niñas en Bal­timore. Quería tam­bién formar una comunidad religiosa de mujeres para encargarse del proyecto. Invitó a Isabel a Baltimore. Mientras tanto, con ayuda de la generosidad de Antonio Filicchi, sus hijos William y Richard se habían matriculado en el Colegio Georgetown. La idea de estar cerca de sus hijos animó a Isabel. El 9 de junio de 1808 se puso en camino con sus tres hijas, Anna, Catherine y Rebecca, y llegó a Baltimore una semana des­pués. Se instaló en una casa nueva, y abrió una escuela en Paca Street, muy cerca del colegio y seminario de Santa María. La noti­cia se esparció con rapidez, y muy pronto varias jóvenes de Filadelfia vinieron a unirse a Isabel. Cecilia O’Conway y Maria Murphy, dos jóvenes de Filadelfia, fueron las primeras candidatas en llegar. Las dos, y otras cuatro candidatas, formaron un pequeño grupo que comenzaría más tarde su noviciado en Emmitsburg.

El ambiente era tranquilo en Baltimore, pero ella llevó una vida muy ocupada. En el primer año Isabel dirigió una escuela que tenía diez niñas como internas. Del cercano seminario venían pro­fesores de música, de dibujo, y de humanidades. También prepara­ba a las niñas para primera comunión. Empezó a soñar en planes para una expansión futura, y pensó en pedir a los Filicchis que le construyeran una nueva escuela.

Pero justamente entonces tomó la situación un rumbo ines­perado. Samuel Cooper, un seminarista rico de Santa María en Baltimore contribuyó con 10.000 dólares a la compra de una gran­ja en Emmitsburg, Maryland. Durante el resto de su vida Emmitsburg vendría a ser para Isabel el hogar de su familia, el lugar de su escuela, y el lugar de nacimiento de las Hermanas de la Caridad en América.

IV. Fundadora

El arzobispo John Carroll de Baltimore nombró al padre William Dubourg responsable de la comunidad nueva que empeza­ba a formarse. A Isabel se le dio el título de «Madre Seton.» En Baltimore, el 25 de marzo de 1809, Isabel pronunció sus votos en privado, en la presencia del arzobispo Carroll.

En la fiesta de Corpus Christi de 1809, Isabel y las prime­ras cuatro candidatas aparecieron en público por vez primera ves­tidas con su hábito religioso en la misa de la capilla de Santa María. El hábito era parecido a un conjunto que llevaba Isabel en la muer­te de su marido en Leghorn, un vestido negro con una esclavina y una cofia sencilla que se ataba debajo de la barbilla.

El 21 de junio de 1809 Isabel y sus compañeras se pusieron en camino hacia las montañas de Emmitsburg. Como la casa de piedra en Emmitsburg no estaba aún a punto, su primera residencia estuvo dentro de la propiedad del seminario del Monte Santa María. Allí se les unieron otras candidatas. El 31 de julio de 1809 Isabel y sus compañeras marcharon por fin a la casa de piedra que existe aún en Emmitsburg. Casi de seguido comenzó la construc­ción de una escuela. Este edificio, que se llama la «White House» («Casa Blanca»), aún existe.

El número de postu­lantes empezó a crecer rápidamente, y con eso iba creciendo la nueva comu­nidad. Isabel era muy cui­dadosa en discernir entre las que debían ser admiti­das en la comunidad y las que debían ser devueltas a sus casas. Creció la escue­la, y lo mismo sucedió al recién nacido grupo de las Hermanas de la Caridad.

Isabel sufrió algunas tensiones con los primeros sacerdotes nombrados su­periores de la comunidad nueva, pero el arzobispo Carroll la apoyó en todo momento. Finalmente nombró al padre John Dubois, fundador del Colegio de Santa María, como superior general de la comunidad, y en 1812 se aprobaron las nuevas Reglas y Constituciones. Simon Bruté, ayudante de Dubois, fue su hombre de enlace con las herma­nas, y durante los diez últimos años de la vida de Isabel fue uno de sus amigos más cercanos y un gran apoyo.

En 1818 la comunidad contaba con 61 hermanas, y seguía creciendo rápidamente. Pero la vida no era nada fácil. Además de terrible de perder dos de sus hijas. Su hija mayor, Anna, que se estaba preparando para ser una Hermana de la Caridad, murió en 1812, a los 16 años. La más joven, Rebecca, murió en 1816 a los 14 años. Kate, que era enfermiza en su niñez, vivió hasta 1891, mucho más que ningún otro miembro de la familia.

Sus hijos le dieron motivos de preocupación. Los dos fue­ron a Livorno a trabajar con los Filicchis, pero ninguno de los dos prosperó. Ambos volvieron a Estados Unidos y se enrolaron en la marina. Richard murió a bordo de un barco justamente a los dos años de la muerte de su madre. William vivió hasta 1868.

Con la muerte de sus dos hijas, la salud de Isabel misma empezó a empeorar rápidamente. Contrajo una cojera, tuvo una úlcera en el pecho, sufría una fiebre persistente y luego una tos que resultó ser un síntoma de tuberculosis. Después de varios años de enfermedad y de verse cerca de la muerte varias veces, murió en paz el 4 de enero de 1821.

V. Una mujer de Dios

A los cuatro meses de la muerte de Isabel escribía Simon Bruté al amigo de ella Antonio Filicchi lo que sigue:

Su característica más notable era la compasión y compren­sión hacia los pobres pecadores. Su caridad le enseñó a vigilarse a sí misma para no hablar nunca mal de los demás, encontrar siempre excusas o no decir nada. Sus otras virtudes personales fueron su afecto a sus amistades y su capacidad de agradecimien­to, su respeto religioso por los ministros del Señor y por todo lo que se refiere a la religión. Tenía un corazón compasivo, religioso, generoso con los bienes que poseía, desinteresada en relación a todo.

De entre las virtudes de Isabel Ana Seton que menciona Bruté sugiero tres de ellas como más destacadas.

1. Fidelidad en la amis­tad

Como tantos otros santos, Isabel tenía el don de la amistad. Cuando era aún una adolescente inició va­rias amistades sólidas que le duraron toda la vida. Su corresponden­cia con Julia Scott y con Catherine Dupleix nos proporciona un conocimiento privile­giado del corazón de Isabel. Veía la amistad como uno de los mejo­res dones de Dios, y en sus formas más profundas como una opor­tunidad para ayudarse mutuamente a acercarse a Dios cada vez más.

Su amistad con Antonio Filicchi fue extraordinaria. Su correspondencia con Antonio y su mujer Amabilia es un testimonio escrito admirable de fidelidad en la amistad. Sus cartas a Antonio están llenas de afecto. Le escribe Isabel:

Jonatán amó a David como a su propia alma, y si yo fuera tu hermano, Antonio, no te dejaría ni una sola hora. Pero tal como son las cosas, me esfuerzo más bien en dirigir todo mi afecto hacia Dios…

Escribe en otra ocasión:

En la vida y en la muerte, hermano mío, nunca dejaré de orar por ti y de amarte con todo mi corazón.

De hecho Antonio sugería a Isabel que limitara su corres­pondencia, pero a Isabel le costaba controlarse. Le dijo una vez: «Ama, por favor, a tu pobre hermana, si no por ella misma o por el amor que ella te tiene, al menos por Aquel cuya ley es el amor.»

2. Servicio compasivo

Siendo viuda, igual que Luisa de Marillac, Isabel decidió entregar su vida a Dios en el servicio a los necesitados Después de trasla­darse a Emmitsburg dedicó su vida entera a los niños de la gran escuela que dirigía, a las hermanas de su comunidad recién nacida y a sus propios hijos. Escribió esta instrucción para las hermanas:

como Hermanas de la Caridad que somos, no debemos ni tener en cuenta nuestros cuerpos ni preocuparnos por ellos, no debemos tener en cuenta por un solo instante ningún trabajo ni ningún sufrimiento; sólo debemos decirnos: ¡esto es para mi Dios! Debemos ver todo sólo bajo ese aspecto: nuestro Dios y la eterni­dad… Este es mi mandamiento: que os améis unos a a otros como yo os he amado.

3. Fe y esperanza en la resurrección

Por decirlo de manera directa: Isabel tuvo una vida muy dura. La muerte se llevó a su marido, a varios de sus amigos más íntimos, a muchas de las primeras hermanas del tiempo de la fun­dación, y a dos de sus propios hijos, antes de que se llevara a Isabel misma. La muerte de su hija Anna le llevó casi a la desesperación. Escribió a su amigo George Weis: «Durante tres meses después de la muerte de Nina estuve muchas veces a punto de perder mis sen­tidos, y tenía mi corazón desorientado»

Pero confiaba profundamente en la resurrección. Escribía:

Servimos a Dios en esperanza, fiándonos de sus promesas, confiando en su amor, buscando su reino, y dejándole a Él todo lo demás,… mirando hacia el futuro, hacia el día en que aparecerá, cuando le veremos tal cual es, cuando le veamos en su gloria, y cuando seamos glorificados junto con él, gozándonos en la espe­ranza? ¡Pues la esperanza no se verá nunca frustrada!

Niña reflexiva, adolescente muy sociable, joven inteligen­te, esposa, madre, viuda, conversa, maestra, fundadora: Isabel Ana Seton fue una mujer extraordinaria. Su amigo y confesor Simon Bruté escribió en el verano que siguió a su muerte:

Diré que como resultado del afecto y conocimiento íntimo que tuve de la Madre Seton, creo poder asegurar que ella ha sido una de esas almas verdaderamente elegidas que, de haber vivido en circunstancias similares a las de santa Teresa (de Ávila) o de santa (Juana) Francisca de Chantal, hubiera sido igual a ellas en la escala de la santidad.

Efectivamente, así fue: fue canonizada el 14 de septiembre de 1975, la primera santa nacida en los Estados Unidos de América.

Autor: Robert P. Maloney, C.M.

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1 comentario

  1. Mª Ángeles Infante Barrera

    Excelente artículo. Gracias por publicar su contenido

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