Hace poco celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Estoy seguro de que cada uno de nosotros ha visto uno de esos retratos del Señor Jesús, de pie, pero mostrando su corazón, su Sagrado Corazón, que reconoceríamos fácilmente como el símbolo de su amor, de su gran amor por nosotros.
Esta imagen y este anuncio de que somos amados podría parecer bastante clara. Pero, como sabemos por la experiencia de muchos, este mensaje ofrecido es a menudo un mensaje no recibido. Muchísimas personas, si no la mayoría, tienen dudas sobre su propia capacidad de ser amadas, tienen vacilaciones sobre su valor interior. Se preguntan, en el fondo, si realmente son dignos y amados.
A esta duda tan común se dirigen tanto la devoción al Sagrado Corazón como las palabras de Jesús en el capítulo 10 de Mateo.
La devoción al Sagrado Corazón era originalmente una devoción a las Sagradas Llagas de Jesús, es decir, a la herida o corte en el costado de Jesús que le hizo el soldado romano y de la que brotó sangre y agua. La santa vinculada a esta devoción, Margarita María Alacoque, se imaginó a sí misma en la cruz con Jesús, apoyando todo su ser en su herida. Con el oído pegado a la herida, dio testimonio de que podía oír su corazón. Y era desde ese corazón desde donde podía sentir todo su amor… hacia ella y hacia todos nosotros.
Esa es la sorprendente imagen de la devoción: el amor brotando del corazón de Jesús. La imagen aumentaría nuestra capacidad de convencernos de que somos dignos de amor… y amados.
Este gráfico, apoyado en el amoroso corazón del Señor Jesús, tiene muchos paralelismos a lo largo de las Escrituras, imágenes que describen lo preciosos que somos a los ojos de Dios.
Uno de los más entrañables se encuentra en el capítulo 10 de San Mateo. Es donde Jesús, buscando una escena para transmitir el amor de su Padre por nosotros, levanta la vista y se fija en los pequeños gorriones que vuelan por el aire a su alrededor. Declara que ni uno solo de ellos cae al suelo sin que su Padre lo sepa, ninguno de ellos está nunca fuera de la mirada amorosa de su Padre Dios. Jesús añade que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados. Y termina con la seguridad de que valemos más que miles de estos preciosos pajarillos.
A primera vista, uno podría pensar que convencer a la gente de su amor, su valor y su bondad no es tan difícil. Pero, si observamos nuestra sociedad y nos caemos en la cuenta de la cantidad de dudas y de desprecio que hay en el aire, somos conscientes de la magnitud y la profundidad del reto. En su vida, en su muerte y en su resurrección, Jesús sigue insistiendo —y proclamando— que cada uno de nosotros es amado, es precioso a los ojos de Dios, es querido en el corazón de su Padre.
Quizá en ningún lugar sea esto más evidente que cuando nos reunimos para la Eucaristía. Es la representación de la entrega de todo lo que Jesús tiene, por amor a nosotros. Es el Señor Jesús que no se guarda nada, para poder proclamar, en este don de su cuerpo y de su sangre, que somos amados y preciosos a los ojos de Dios.
La próxima vez que nos encontremos con esa imagen del Sagrado Corazón, ese gráfico del propio corazón de Dios derramando amor por nosotros, deberíamos hacer lo posible por recibir ese amor, por acogerlo. La próxima vez que dudemos de nuestra propia valía, o nos preguntemos si somos dignos de amor, podemos imaginarnos esos gorriones y cuánto más se nos valora y aprecia a cada uno de nosotros.
Dios es el amor mismo. Como nos muestra la vida, muerte y nueva vida de Jesús, nosotros somos los amados. Somos los amados de Dios.
Tanto san Vicente como santa Luisa apreciaban esta imagen del Sagrado Corazón de Jesús y rezaban a menudo con ella. En una nota a una de sus hermanas, Luisa se refiere al poder de ese amor. «Si su corazón ha sido tan firme como usted me dice, oh, entonces lo amo con todo el mío y aún más porque, ya que es el Amor de Dios el que produce tales efectos en él, debe ser honrado y apreciado. Ruego a este santo amor que lo llene por completo» (Escritos Espirituales).
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