“El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!”

Is 50, 4-9; Sal 68; Mt 26, 14-25.

¿Me siento tan seguro de mi amor a Dios que creo ilusoriamente que jamás podría traicionarlo? De hecho, afirmar esto es ya una traición; nuestra vida, tristemente, es un continuo traicionar el amor de Dios al poner otras cosas por delante de su amor.

Traicionamos al Señor por menos de treinta monedas de plata: un buen puesto de trabajo, una buena reputación, un amor desordenado o prohibido, un mejor automóvil, etc.

Necesitamos tener esa conciencia de pobres y débiles pecadores que se saben necesitados de la gracia y del amor de Dios; pero todo esto no con un sentido pesimista y negativo, sino como el niño que, consciente de su incapacidad para subir las escaleras, le extiende los brazos a su amado padre para que lo cargue y lo suba.

Es esto lo que nos pide el Señor, que conoce el barro del que estamos hechos. Si bien ama nuestro esfuerzo por alcanzar la santidad, ama aún más nuestra fragilidad cuando, confiando plenamente en Él, la abandonamos en el infinito mar de su Divina Misericordia.

Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Laica colaboradora de la Parroquia Medalla Milagrosa de Narvarte, ciudad de México