La paciencia y la impaciencia
La semana pasada meditaba que una característica de la cuaresma es el perdón sin condiciones. Esta semana añado que también es propio de cuaresma lo que escribía santa Luisa de Marillac a las Hijas de la Caridad de Richelieu, que “la mansedumbre, la cordialidad, la tolerancia han de ser el ejercicio propio de las Hijas de la Caridad, del mismo modo que la humildad, la sencillez, el amor a la humanidad santa de Jesucristo, que es la perfecta caridad, son su espíritu” (c. 420). Sobre todo, la tolerancia o paciencia, porque la paciencia garantiza a las Hijas de la Caridad aguantar con los pobres los sinsabores de la pobreza, y vivir en comunidad como amigas que se quieren al lado de otras Hermanas. Santa Luisa, que consideraba la unión comunitaria a imitación de la Trinidad como la esencia de la convivencia, veía imprescindible la paciencia para vivir en gran unión de corazones que impida indignarse contra las acciones de las demás. Y concluía que “adquirir esta virtud y la del abandono total en la divina Providencia, me parece una de las cosas más señaladas que Dios nos pide para que nuestra Compañía pueda subsistir” (E 53). Era aplicar a las Hijas de la Caridad las bienaventuranzas de los no violentos ganarán la tierra, los sufridos serán consolados y los perseguidos heredarán el Reino de los cielos.
También san Vicente les habló de la paciencia en varias conferencias, como una parte del Espíritu de las Hijas de la Caridad, puntualizando que “la paciencia es la virtud de los perfectos” y está simbolizada en el brazo izquierdo de la cruz (IX, 794, 1075).
La fuente de la paciencia, como de todas las virtudes, es el amor, y sin amor todas las virtudes dejan de serlo, convertidas en “bronce que suena o címbalo que retiñe». La caridad es paciente, no tiene en cuenta el mal, todo lo excusa, todo lo aguanta (1Co cap. 13). El aguante en su doble sentido de soportar pasivamente un peso y de hacer fuerza para que no aplaste, brota de la comprensión (no tiene en cuenta el mal) y produce la tolerancia (todo lo excusa, lo disculpa). Ante las adversidades hay que aliviar, curar y dar soluciones sin perder la lucidez que da la serenidad. Lo dice la Biblia: “Con paciencia y esfuerzo se persuade al gobernante” (Pr 25, 15).
Sin embargo, una sana impaciencia puede remediar males y empujar al compromiso, pues la impaciencia, a veces, no es más que la paciencia en forma activa en las pruebas y en los dolores vivos que nos agobian a nosotros o a los pobres. Aquello de que “hay que armarse de paciencia” puede exacerbar a una Hermana, si significa soportar lo que caiga sin poder hacer nada, porque tener paciencia no puede entenderse como resignarse o sentarse y esperar. Quien es presa de grandes tormentos a punto de estallar es incapaz de esperar. La paciencia pasiva es inseparable de la paciencia activa. La Hija de la Caridad que sufre, mientras aguanta, intenta movilizar todas sus fuerzas para no quedar aplastada, pues la paciencia nada tiene que ver con la resignación a no enfrentarse a los problemas. Cuando tiene que afrontarlos y se refugia en que Dios nos pide paciencia es un vendaje, una disculpa para no esforzarse.
Cuando el espíritu se agita y zarandea en todos los sentidos, como la lluvia, no hay que dejarse empapar sin abrir el paraguas de la paciencia. El paraguas no impide que siga lloviendo, pero si lo abres, no te mojas. Tampoco la paciencia suprime los disgustos personales ni las decepciones comunitarias o en el servicio, pero, si la abres, no te mojas. Y abrir el paraguas de la paciencia es actuar sin reaccionar contra uno mismo o contra los demás, es abandonar la cólera que nos aísla del mundo.
La paciencia lleva el corazón a la serenidad, como invita el Sirácida: “Todo lo que te sobrevenga, acéptalo, y en los reveses de tu humillación ten paciencia” (Si 2, 4). Cuando no hay otra salida, soporta las heridas o déjalas pasar. Si conozco el carácter de una Hermana o la reacción de un pobre, puedo vivirlo sin enfrentarme a un adversario invencible, porque ese carácter es congénito y esa reacción es natural. La paciencia no es un arma, es un pacto que abandona todas las armas, porque las considera inútiles. San Vicente decía: “Esta Hermana es de tan mal humor que lo que dice que hagamos un día, al día siguiente ya no lo quiere. No os extrañéis… ¿Sabéis como se arregla todo? Con un poco de paciencia” (IX, 84). Y santa Luisa invitaba a “soportarlo todo” (c. 115).
La paciencia tolera y aguanta
La tolerancia no es la permisividad que santa Luisa llama “una tolerancia descuidada” (E 101), no es dejar pasar las cosas, pues en el fondo es dejadez. Ella entiende la tolerancia como fuerza sobrenatural del Espíritu de Jesús que nos empuja a respetar las opiniones y comportamientos de las compañeras, aunque sean diferentes a los nuestros. Y la llama nuestra querida virtud porque a las Hijas de la Caridad les es “absolutamente necesaria, ya que nos lleva a no ver las faltas del otro con acritud, sino a disculparlas siempre, humillándonos nosotras” (c. 315), de tal manera que la señal de que la caridad está en una Hija de la Caridad es la de disculparlo todo (c. 115). Por ello, “la tolerancia debe ser el ejercicio de las Hijas de la Caridad, como la humildad es su espíritu” (c. 420). La humildad de una Hermana en sus conversaciones y en el trato con las gentes, en comunidad y en la calle, se demuestra por la tolerancia. Y santa Luisa concluye que sin paciencia las Hijas de la Caridad “son personas que únicamente llevan el nombre y el hábito de Hijas de la Caridad” (c. 686). En las alabanzas que le dan, después de su muerte, las Hermanas resaltan la paciencia que tenía con las jóvenes recién llegadas y cómo disculpaba siempre a las Hermanas.
La paciencia es crucial en una comunidad, ya que da capacidad para sobrellevar las dificultades de la convivencia. Acaso el mejor testimonio que podemos dar sea demostrar que las Hermanas saben sufrirse por la unión y la paz. La paciencia enseña a la autoridad a controlar la tendencia de la naturaleza humana a querer imponer, enseña a dialogar y a escuchar para encontrar la verdad y lograr la igualdad.
La autoridad pertenece a las estructuras de la sociedad, pero la fe dice que también es un carisma del Espíritu Santo (1Co 12, 28). Solemos olvidarlo y la impaciencia domina al carisma. Santa Luisa ya dijo que las compañeras bastante trabajo tienen con soportar a la autoridad, unas veces por nuestro mal humor y otras por la repugnancia (c. 331). Pero tanto la Hermana Sirviente como las demás Hermanas se ven obligadas a superarlo por medio de la tolerancia (c. 116), y la Hermana Sirviente debe considerarse el mulo de la casa que soporta toda la carga y tolerar de tal modo los fallos de las compañeras que se los oculte a sí misma ante la vista de los suyos propios (c.118).
La verdad cree es la única verdad y degenera en dogmatismo, en intolerancia, pues cualquier Hermana tiende a declarar su verdad como la única verdad y a defenderla con tesón. Hemos olvidado lo que enseña la fe: que sólo “el Espíritu Santo nos guiará a la verdad completa” (Jn 16, 13), ya que la verdad humana se presenta mezclada con la cultura y la sicología de la persona. Frente a los que defienden que la verdad es única y tiene derechos, el C. Vaticano II ha declarado que los derechos son de las personas.
La igualdad no es uniformidad y si la paciencia es comprensiva y tolerante, sabe que el Espíritu Santo da carismas distintos a las Hermana según son ellas y el papel que desempeñan en comunidad y en el servicio. La paciencia contempla los valores de las personas más que su comportamiento. Para anular la impaciencia santa Luisa insiste en saber ceder y en respetar la libertad de las demás.
Lo esencial para los pobres es la solidaridad, el amor y la acogida cordial, pero a las Hermanas les piden paciencia y tolerancia, pues los necesitados viven un ambiente que les ha empapado de una forma de ser chocante para algunas Hermanas. Es difícil tolerar el engaño y el desorden que muchos indigentes consideran medios naturales para lograr ayudas. La intransigencia en el servicio nos hace odiosos ante la debilidad de quien se siente sin fuerzas y nos ve sobre un pedestal que por su inferioridad puntual se siente obligado a tolerar con paciencia. ¿Hay que tolerar a los pobres o son ellos quienes toleran a las Hermanas? Santa Luisa habla mucho de la paciencia y la cordialidad en el servicio a los pobres. La fe le decía que a los pobres no se los tolera, se los ama, pero sí hay que tolerar a los directores y administrativos y a los compañeros de trabajo. Con todos ellos hay que tener comprensión, paciencia y tolerancia debido al puesto laboral que ocupan. Hoy día, por la escasez de Hermanas y porque saben que donde están son efectivas, ya no se las consideran “monjas” que “usurpan” puestos de trabajo en establecimientos laicos, y les privan a ellos o a sus familiares de poder trabajar. Con todo, sería bueno, con la tolerancia y la cordialidad, ganarse al pueblo que considera sus establecimientos sociales como algo suyo y los quiere como si fueran de su propiedad.
P. Benito Martínez, CM
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