“El ciego fue sanado y distinguía todo con claridad”

Gén 8, 6-13. 20-22; Sal 115; Mc 8, 22-26.

En Betsaida le llevaron a Jesús a un hombre ciego, para que lo curara. Llama la atención que Jesús, antes de curarlo, lo tomó de la mano y lo fue guiando para conducirlo a las afueras del pueblo y ahí, solos los dos, le devolvió la vista.

Hay como un proceso: primero lo tomó de la mano, dejó que el ciego sintiera su piel, su firmeza y seguridad al llevarlo entre veredas. Ya fuera de las miradas curiosas, en un encuentro personal, le puso saliva (aliento de vida condensado) en los ojos, las manos en la cabeza y… el hombre comenzó a ver. Pero, para ver con total claridad, necesitó que ahora Jesús pusiera las manos sobre sus ojos.

¡Y ahí estaban frente a sus ojos apenas estrenados, los ojos transparentes de Jesús, su rostro bondadoso, la mano suave y firme que lo había guiado y sostenido! Ahí estaban solos los dos, cruzando sus miradas. Una apenas descubriendo el mundo y los colores, la otra, la de Jesús, hablándole de amor infinito, de caminos maravillosos para su vida, reflejándole una luz que le hablaba de esperanza, de futuro, de salvación.

Señor, que tu mirada se cruce con la mía. Y que pueda ver mi felicidad en el fondo de tus ojos.

Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Silviano Calderón, CM