Hay una frase proveniente del mundo del deporte: «poner el listón alto». Significa elevar la altura del salto justo por encima de la marca que el deportista cree que puede superar. Es una forma de exigir más de lo que la persona cree que puede hacer. Es una forma de exigirle más de lo que cree que puede hacer.
Si alguna vez hubo alguien que puso el listón muy alto en la vida —la vida cristiana—, ese fue Jesús en el capítulo 5 de Mateo. Si alguien te reclama la camisa que llevas puesta, Jesús dice que le des también tu abrigo. Si alguien te pìde dinero prestado, ¡no se lo rehúses, sino dáselo! A esa persona molesta que te presiona para apartarte una milla de tu camino, sorpréndela caminando el doble de esa distancia.
¿Cómo puede un creyente decir que sí a estas normas de listón tan alto, por no hablar de la aún más alta de «¡amar a mi enemigo!»?
Un enfoque es retomar la colocación de esa barra. Se coloca deliberadamente a una altura justo por encima de lo que el atleta cree que puede alcanzar. Contemplar esos centímetros de más puede excitar la imaginación del saltador para verse saltando por encima de ella. El reto desencadena la esperanza de alcanzar ese algo más.
¿No son estos desafíos de Jesús una manera de estimular nuestra imaginación? «Tal vez pueda perdonar a esa persona; tal vez pueda recorrer esa milla extra». Seguir a Jesús suscita actitudes y comportamientos que van más allá de nuestras supuestas capacidades. Y esto de Jesús no es sólo un desafío; es también un empoderamiento lleno del Espíritu para dar esos pasos adicionales.
Otra ayuda para escalar esas alturas viene de la metáfora de la familia del Señor. Como hijos de Su Padre celestial, todos somos hermanos y hermanas, no sólo para Él, sino también los unos para los otros. Mirar a través de esa ventana abre perspectivas más amplias sobre quién es nuestro prójimo.
Hace poco asistí a una acalorada conversación entre dos hermanos cuyas ideas políticas estaban en las antípodas. Cuando el diálogo alcanzó su punto álgido, uno de ellos pidió un tiempo muerto. «Calmémonos… no olvidemos que somos hijos de la misma madre y del mismo padre». Su apelación era a un vínculo más profundo que sus diferencias, que incluso cuando se enfrentaban en el conflicto movía a cada uno a querer el bien del otro. Era un ejemplo real del llamamiento de Jesús a la paternidad de Dios, y por tanto a la hermandad de todos nosotros.
No cabe duda de que el Señor Jesús pone el listón muy alto, más alto de lo que la mayoría de nosotros probablemente nos creemos capaces. Pero, además del reto, es igualmente importante reconocer el acompañamiento. Como Jesús insiste: «Caminaré contigo a través de los desafíos de esos valles oscuros. Te pastorearé más allá de la colina lejana y te llevaré a casa. Estaré contigo en todo momento, incluso hasta el fin del mundo. Te levantaré, una y otra vez».
En una conferencia sobre la perseverancia, Vincent subraya precisamente este «llegar más allá»: «Por ejemplo, alguien practica el primer grado de un acto de virtud. Mañana lo practicará hasta el segundo, y luego hasta el tercer grado de perfección. Y así es como crecemos, poco a poco… yendo cada vez más alto de esta manera, según trabaja con constancia en la práctica de esta virtud con la gracia de Dios, sin la cual no podemos hacer nada» (Repetición de oración, 19 de noviembre de 1656).
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