Como en toda la literatura, hay muchas palabras en las Escrituras que necesitan interpretación, una segunda mirada para llegar a su significado más profundo. Una de ellas es la palabra «temor», que aparece, por ejemplo, cuando Dios habla por medio del profeta Malaquías. «A vosotros, que teméis mi nombre, os saldrá el sol de justicia con sus rayos sanadores».
A primera vista, la palabra connota miedo, temor, encogerse de terror ante alguien que te hará un gran daño. Pero tiene otra connotación casi opuesta: mostrar respeto. Usada en este sentido, significa reconocer la estatura de la persona que tengo delante, inclinarme ante su grandeza, mantenerme erguido porque siento la grandeza y la importancia de quien está ahí.
Este es el significado subyacente del mandato de Dios de «temer su nombre». Es lo contrario de tomar a Dios a la ligera, de dar poco más que un reconocimiento pasajero a su divinidad.
Asignar este otro sentido a la palabra conecta con una reciente encuesta sobre las actitudes de los jóvenes de hoy hacia Dios. Se podría pensar, a partir de la drástica disminución de la asistencia a la Iglesia en ese grupo de edad, que su creencia en la realidad de Dios, la sustancia de Dios, por así decirlo, ha disminuido. Pero no sólo se ha mantenido, sino que incluso ha aumentado. En nuestra segunda acepción de «temor», esta generación es bastante temerosa de Dios, reconoce a Dios y respeta a Dios.
Por un lado, es alentador saber que los jóvenes comparten nuestra convicción básica. Por otro, esta situación nos lanza un reto a todos los que practicamos regularmente nuestra fe. ¿De qué manera podríamos reforzar el vínculo entre la creencia en Dios y las tradiciones de oración de nuestra religión católica? ¿De qué manera podríamos convencer a estos jóvenes (que se dicen espirituales pero no religiosos) de que las prácticas de fe sirven para profundizar en la propia espiritualidad, que los sacramentos y el código moral del Evangelio alimentan esa creencia en Dios y la afianzan?
¿Podría la preocupación traducirse en acciones como: dar el buen ejemplo de nuestra propia asistencia a la Iglesia, rezar en casa, apoyar los programas para jóvenes en la parroquia y la diócesis, y en ocasiones sacar este tema tan delicado en la conversación? Por ejemplo: «Sí, vosotros, los católicos no practicantes, sois creyentes, respetáis a Dios y sois personas temerosas de Dios. Pero, ¿se dan cuenta de todo lo que se pierden al no dar las bases de la práctica religiosa a su creencia en Dios? ¿Se dan cuenta de la delgadez de una convicción sobre Dios que no está respaldada por una asamblea creyente, de la inestabilidad de una fe que no se concreta en acciones regulares que den cuerpo y palabra a esa creencia?»
En general, la gente es temerosa de Dios, respeta a Dios y lo reconoce. Pero esa reverencia y ese respeto viven sólo a medias cuando no se les da una expresión regular, cuando permanecen sólo en el ámbito de las ideas. Se fortalece y adquiere su propia fuerza cuando se vive en la comunidad de fe que conocemos como Iglesia. Es allí donde el temor a Dios se convierte en seguimiento y amor a Dios.
Esta preocupación por la observancia religiosa no se limita a nuestro tiempo. En una carta a uno de sus sacerdotes en Roma, Vicente escribe: «Estas pérdidas de la Iglesia desde hace cien años nos dan pie para temer, en las presentes miserias, que dentro de otros cien años perderemos la iglesia en Europa; ante este miedo, son bienaventurados aquellos que pueden cooperar en la extensión de la iglesia por otros lugares» (SVP ES II, p. 37, Carta a Juan Dehorgny, de 31 de agosto de 1646).
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