El capítulo 19 de Lucas comienza con la historia de «dos personas mirando». Está Zaqueo, un hombre alerta que se encarama a un árbol, escudriñando qué y, sobre todo, a quién puede ver. Luego está Jesús, que también mira mientras pasa por el pueblo. Alza la vista para ver a este hombrecillo en una rama y le pide que baje. Ambas personas tienen los ojos abiertos, preparados para captar qué —y a quién— pueden ver. Y cada uno reacciona ante el otro: Zaqueo baja y Jesús se invita a sí mismo a la casa de Zaqueo.
Es este reconocimiento mutuo el que llega al corazón de la historia, la historia de cómo es —y puede ser— entre nosotros y nuestro Dios.
Primero está Zaqueo. Su mirada no está limitada, sino que se abre a lo nuevo. El riesgo que corre al escalar ese árbol le muestra como un hombre atento a las cosas aún desconocidas. ¿Podría representarnos a ti y a mí cuando nos enfrentamos a nuestra vida cotidiana y, sobre todo, cuando, al compartir la Eucaristía, nos fijamos en las formas en que Dios puede estar presente en esa existencia cotidiana?
Y luego está este caminante, Jesús, que mientras avanza no sólo mira a la humanidad en general, sino a un ser humano concreto que vive y respira. Este es el Señor Jesús que se interesa personalmente por este hombre, este Jesús que se centra en los detalles de la casa de Zaqueo, su hogar, su familia, su vecindario y su mesa. ¿No es este nuestro Señor Jesús el que se interesa personalmente por ti y por mí, el Señor no como presente genérico, sino como el que se fija en cada uno de nosotros en nuestra singularidad: nuestros puntos ciegos y debilidades particulares, así como nuestras virtudes, nuestra generosidad y nuestro perdón?
Para comprender mejor la historia, ¿te imaginas que Jesús te escoge entre la multitud, te reconoce por tu nombre y te dice que quiere entrar en tu casa, con sus encantos y sus grietas?
Una primera lección de la historia de Zaqueo es ésta: debemos estar atentos a qué y quién viene por el camino, especialmente a quién y qué de Dios está allí. Y mirar no con una noción preconcebida de lo que hay que ver, sino con una apertura a lo inesperado, tanto a la novedad y frescura de Dios que aparece como a la bondad del pueblo de Dios.
La segunda lección de la historia es aún más importante. Tú y yo somos buscados y elegidos. Cada uno de nosotros es objeto de amor, del amor de Dios. A los ojos del Señor no formamos parte de una categoría general, sino que somos individuos particulares y entrañables. Cada uno de nosotros es esa persona en el árbol, cada uno ese cordero errante buscado por este Buen Pastor.
En una de sus conferencias, Vicente de âçul secunda todo esto: «¿Servimos a Dios en la Esperanza, mirando a sus promesas, confiando en su amor, buscando su Reino… esperando el momento en que aparecerá, en que le veremos tal como es….»
Y así, dos personas, una mirando hacia fuera y la otra hacia arriba. Tú y yo, allí en esa rama, con los ojos abiertos para ver qué novedad viene por ese camino. Y luego el Señor Jesús, especialmente como presente en todas nuestras Eucaristías, mirando hacia arriba para detectar a cada uno de nosotros, y llamándonos con amor para que pueda entrar más íntimamente en nuestros hogares y vidas.
El episodio de Zaqueo, una historia de dos personas que se buscan mutuamente, una mirando hacia lo que aún está por delante, y la otra mirando hacia abajo, hasta lo más profundo de nuestros corazones.
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