“Con el sudor de la frente y el esfuerzo de los brazos”
Job 3, 1-3. 12-17. 20-23; Sal 87; Lc 9, 51-56.
Nuestra vida entera y con ella nuestra religión, carecería de completo sentido si somos incapaces de salir al encuentro de nuestro hermano necesitado. Porque el Reino no se consumará mientras la humanidad continúe lacerada y miserable, mientras haya alguien que sufra. San Vicente de Paúl nos enseñó a servir a los pobres:
Preparará los alimentos, se los llevará a los enfermos, les saludará cuando llegue con alegría y caridad, acomodará la mesita sobre la cama, pondrá encima un mantel, un vaso, la cuchara y pan, hará lavar las manos al enfermo y rezará el Benedícite, echará el potaje en una escudilla y pondrá la carne en un plato, acomodándolo todo en dicha mesita; luego invitará caritativamente al enfermo a comer, por amor de Dios y de su santa Madre, todo ello con mucho cariño, como si se tratase de su propio hijo, o mejor dicho de Dios, que considera como hecho a sí mismo el bien que se le hace a los pobres. Le dirá algunas palabritas sobre Nuestro Señor; con este propósito, procurará alegrarle si lo encuentra muy desolado, le cortará en trozos la carne, le echará de beber… Esto debían hacer las Señoras de la Caridad cuando llevaran de comer a los enfermos pobres.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Carlos Regino Villalobos E. C.M.
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