«Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12,34).
Estas palabras de Jesús iluminan lo que una sociedad determinada valora, lo que más atesora, lo que lidera su lista de cosas más deseadas.
Un libro recientemente publicado, titulado «The Status Game», sostiene que la motivación básica de cada uno de nosotros es ser mejor que el vecino, es decir, tener estatus. Cuando la gente nos trata con deferencia, nos ofrece admiración o alabanza, eso nos proporciona el premio que buscamos, el reconocimiento. En consecuencia, la vida es una serie de juegos: el estudiante busca ser el más popular de la clase, el abogado convertirse en socio, el académico obtener el mayor prestigio. Desde este punto de vista, lograr la superioridad, ganar el concurso, es el motivo que subyace a todas las motivaciones.
Esta visión del comportamiento humano no encaja con la vida tal y como se expone en las Escrituras, especialmente en el Nuevo Testamento. Allí surge otro incentivo como prioritario.
Quizá la mejor forma de describirlo es como una forma de confianza amorosa, entregándose al cuidado incondicional de otro. El patriarca Abraham, tal como se describe en la carta a los Hebreos, es un ejemplo de ello. Se juega todo su futuro no por la aclamación, sino por una promesa, un vínculo de persona a persona. Cuando, por invitación de Dios, se adentra en un tiempo y un lugar desconocidos, la motivación de Abraham no es tanto la perspectiva de eclipsar a su prójimo, sino su confianza amorosa en que ese Dios es el que cumplirá. Lo que le mueve a correr este riesgo que cambia la vida no es la perspectiva de prestigio y estatus, sino su confianza basada en su profundo y confiado amor.
En la misma línea, Jesús menciona a un siervo que actúa por lealtad a su amo. Su motivación no es el deseo de ascender en la estimación de su patrón, sino su conexión amorosa con ese amo. Aquí Jesús apela a algo más que a la competencia, al deseo de superar a otro. Se centra en el poder de la respuesta de persona a persona, en el profundo vínculo que surge de la estima mutua de corazón.
Vicente se une a este coro contra los motivos superficiales. En una conferencia sobre la humildad, advierte: «Tened cuidado, sobre todo, de desterrar todo pensamiento de orgullo, ambición y vanidad. Estos son los mayores enemigos que puede tener un misionero. Tan pronto como aparezcan, debe precipitarse sobre ellos para desarraigarlos y vigilarlos de cerca para no darles ninguna oportunidad».
«Donde está tu tesoro, allí está tu corazón». Tanto Abraham como el siervo fiel de Jesús revelan el núcleo de su tesoro y no está, como dice ese libro sobre el estatus, en una sola cosa. Está más bien en la riqueza de la lealtad personal, el premio de la conexión humana, el valor global de la confianza entre las personas que va mucho más allá del premio de quién puede eclipsar a quién. A los ojos de Jesús, el tesoro del corazón está anclado en el amor fiable, arraigado más profundamente que la comparación o la superioridad/inferioridad. Su base es la preocupación desinteresada por el bien de la otra persona. Es esta entrega por el bien del prójimo, esta generosidad inspirada en el amor, la que Jesús modeló en su vida y en su muerte y la que nos derrama en su Espíritu.
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