El peor enemigo de la vida espiritual es la rutina. Nos acostumbramos tanto a la vida y a lo que sucede en ella que ya nada nos asombra ni nos estimula; ni lo bueno para animarnos ni lo malo para corregirnos. Vivimos de la costumbre. Causa perplejidad preguntarle a una Hija de la Caridad o a un misionero Paúl que han sido destinados cómo están y que respondan: ya me voy acostumbrando.
Y también nos acostumbramos a llevar una vida espiritual mediocre. Nos acostumbramos a levantarnos, a las tareas de casa, a servir a los pobres, a ir a la oración, a participar en la Eucaristía, como si tuviera que ser así. Y más doloroso aún, nos acostumbramos a ver pobres pidiendo limosna a las puertas de las iglesias y de los comercios o a parados y a pensionistas sufriendo porque lo que cobran no les llega a final de mes. Acostumbrarse es la anestesia que adormece en una tibieza espiritual y olvida que al tibio Dios lo vomita de su boca (Ap 3, 16). Necesitamos un shock que nos saque de la rutina y nos encare con la vida que llevamos. Si no se produce un cambio profundo, habrá sido un año perdido del que habrá que dar cuenta a Dios, a la sociedad, a la comunidad y a los pobres.
No sabemos por qué caminos actuará Dios por medio de la Familia Vicenciana para seguir impulsando su reinado entre los pobres, pero ninguna rama vicenciana puede disponer de su destino; Dios es quien realiza su plan de salvación. La Asamblea General de 2009 de las Hijas de la Caridad preguntaba: “En una sociedad de cultura mediática y ante el agotamiento que nos traen los múltiples problemas de pobreza, somos conscientes de necesitar interioridad. ¿Cómo alimentarla? ¿Cómo conservar un ritmo de vida equilibrado para favorecer la calidad de nuestro ser de Hija de la Caridad? (C 21, Est. 12)”. La respuesta es conocida: escuchando al Espíritu Santo que nos ilumina para reconocer los fallos y darse cuenta de que ha cogido un camino equivocado, pero que le es posible volver al camino verdadero. No se trata de echar la culpa a nadie. Cada uno debe reconocer y cargar con los fallos de todos, pues de alguna manera todos podrían ser cómplices por la rutina. ¿Tu vida es rutinaria? ¿Sigues la corriente del “qué más da”? ¿Te preocupa ser tibio, ni pecador empedernido ni de profunda vida interior?
Mucho ha hecho la Familia Vicenciana a lo largo de la historia en bien de los pobres, continuando la misión de Jesucristo. Pero es peligroso creer que siempre lo hacemos bien y que Dios tiene que salvar a los pobres ajustándose a los caminos que nosotros le tracemos, viciados a veces por la rutina. Necesitamos un cambio, una conversión sin distinción de edad. “Convertíos porque el Reino de Dios está cerca” proclamaba Jesús al inicio de su vida pública. Convertirse como Pablo, Agustín, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola. Convertirse como Vicente de Paúl y Luisa de Marillac que no podían ver la pobreza sin luchar contra ella.
Y si la conversión, como decía santa Luisa, lleva a incorporarnos a la Humanidad de Jesucristo, tenemos que adquirir los mismos sentimientos de Cristo, enraizándonos en él. El amor nos lleva a compartir lo que tenemos con los pobres que ya no se sienten desvalorizados, porque ven que los amamos sin ponerles condiciones y les permitimos que ellos nos ayuden como unos amigos. Nadie es tan pobre que no pueda dar algo. Hay que devolverles aquella dignidad que descubre san Vicente cuando dice que en el pobre vemos a Cristo.
El Papa Francisco en su Exhortación Apostólica “La alegría del Evangelio” dice que la rutina es el enemigo de la conversión, y la alegría, su mejor fruto; aclara que sin vida interior, “no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien” (n. 2). San Lucas dice que Jesús en Nazaret, cuando invita a la conversión, pone como fruto vivir un “año de gracia”. ¡Qué alegría para los pobres, vivir un año contentos y sin miedo! La Exhortación dice (n. 4) que “es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien. No te prives tú de pasar un buen día (Si 14, 11.14)”. Los pobres esperan que los vicencianos no les ayudemos por rutina, sino por el cariño humano y la alegría de amigos que da el Espíritu Santo. Sentir y gustar un instante las imágenes de los profetas cuando dicen que los pobres en los días de fiesta, vestidos de domingo, bendiciendo y cantando con unción y júbilo interior, sería la señal de tener el Espíritu de Jesucristo, sería sentir “la dulce y confortadora alegría de evangelizar” que menciona la Exhortación (n. 4. 9s.).
El Papa Francisco dice que el nacimiento de Cristo «no fue una denuncia de la injusticia social, de la pobreza, sino un anuncio de alegría. Todo lo demás son conclusiones que sacamos nosotros». Cuando Jesús afirma “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura” nos está invitando a la alegría. La Exhortación dice que la alegría es una opción de los sencillos que se fían del Señor, ponen la paz y salen a servir a los pobres sin exigencias ni quejas, como señal de que han dejado la rutina.
Benito Martínez., C.M.
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