San Vicente de Paúl y la actualidad de su herencia espiritual

por | Jun 13, 2022 | Formación | 0 comentarios

Si queremos traducir al lenguaje de hoy los rasgos más significativos del perfil de Vicente de Paúl, podríamos recurrir a tres elementos que definen su personalidad: su corazón inquieto, su pasión por Jesucristo y su dedicación a los pobres. Vicente de Paúl vivió en las postrimerías de los siglos XVI y XVII, en una época de inestabilidad y transformación tanto en la sociedad como en la Iglesia, época de conflictos políticos y religiosos, de creciente miseria y de intentos reformistas. Desde muy joven se reveló como un joven inquieto, deseoso de descubrir el sentido más profundo de su existencia y de los acontecimientos de la historia. Dejó su núcleo familiar para estudiar y así definir su espacio y construir su futuro. Se decidió por una prometedora carrera sacerdotal. Con el paso del tiempo, enfrentándose a decepciones y desgracias, se dio cuenta de que el sacerdocio no podía reducirse a un mezquino medio de vida. Detrás de su elección había una llamada, una iniciativa que no era suya, una llamada que le interpelaba desde lo más profundo de su ser, invitándole a cambiar de perspectiva y a asumir su vocación como una generosa entrega de la vida. Siguió buscando la manera de responder a esta llamada. Dejándose guiar por hombres de alta talla espiritual y sólida fibra moral, fue descubriendo que sólo podía vivir con sentido, esperanza y tenacidad centrando toda su existencia en Jesucristo, encontrando en la humanidad del Hijo de Dios el punto de referencia seguro y la inspiración permanente de su propia humanidad. Entonces comprendió que esto significaba no ceder a la tentación de vivir para sí mismo, girando en torno a sus propios intereses y conveniencias.

Cautivado por Cristo, Vicente se redescubre profundamente amado por Dios, cuya voluntad tratará de conocer y poner en práctica en su vida cotidiana, en actitud de confianza y disponibilidad. Su viaje existencial demuestra lo que dice el papa Francisco: «Cuando nos enfrentamos a opciones y contradicciones, preguntarnos cuál es la voluntad de Dios nos ayuda a abrirnos a posibilidades inesperadas» (Soñemos juntos, p. 22). Y así es. Al mismo tiempo, todavía joven, el padre Vicente se despertó ante el sufrimiento y el abandono de los más pobres, cuya dignidad no escatimaría esfuerzos para defender y promover, saliendo al encuentro de las más variadas y flagrantes indigencias de su tiempo, movido por esa caridad compasiva y activa que contemplaba en su meditación sobre la vida y la misión de Jesucristo, enviado por el Padre a evangelizar a los pobres (cf. Lc 4,18). En efecto, ésta es la faceta del misterio de la encarnación del Hijo de Dios que se convertirá en el núcleo del itinerario de Vicente de Paúl.

Es interesante observar cómo, en el camino de san Vicente, los tres elementos mencionados se funden en el dinamismo de una misma experiencia espiritual: su búsqueda inquieta le lleva a madurar como hombre, a establecerse como seguidor convencido y apasionado de Jesucristo y a dedicarse con creciente generosidad y creatividad a los más pequeños de sus hermanos (cf. Mt 25,40). Y todo ello en un proceso constante de mejora humana, espiritual y misionera, sin separar nunca estas tres dimensiones. Al final de su fecunda existencia, pudo decir a sus padres y hermanos: «¿En qué consiste nuestra perfección? En hacer bien todas nuestras acciones: 1º como hombres dotados de razón, en vivir bien con nuestro prójimo y asegurarle la justicia; 2º como cristianos, en practicar las virtudes de las que Nuestro Señor nos dio ejemplo; 3º como misioneros, en hacer bien las obras que él hizo, y con el mismo espíritu, mientras nuestra debilidad, bien conocida por Dios, nos lo permita» (SV XII, 77-78).

En las palabras de Vicente de Paúl vemos, pues, el espejo de su vida, del hombre bueno y recto, del cristiano identificado con su Maestro y Señor, del misionero consecuente, ardiente y entusiasta que fue. Acrisolado por sus experiencias, dejándose alcanzar por Jesucristo, Vicente se une al Dios que lo eligió para mostrar la fuerza invencible de su predilección por los pobres, inflamado por un amor que se manifiesta más en las obras que en las palabras, avanzando cada vez más hacia su meta (cf. Flp 3,12-14). Una vez recordó a un amigo: «En el camino de Dios, no avanzar es retroceder, ya que el hombre no puede permanecer siempre en el mismo estado y los que han sido llamados deben avanzar de virtud en virtud» (CED, II, 129). Su proceso de conversión continua lo demuestra magistralmente. Así, san Vicente se nos presenta como un prototipo de lo que puede llegar a ser un ser humano cuando, siguiendo su vocación, se sumerge en el misterio de Dios, sin cerrar nunca los ojos a la realidad que le rodea.

El itinerario recorrido por Vicente de Paúl nos recuerda lo que el papa Francisco escribe especialmente a los jóvenes: «Uno puede pasar su juventud distraído, volando por la superficie de la vida, adormecido, incapaz de cultivar relaciones profundas y de entrar en lo más hondo de la vida. De ese modo prepara un futuro pobre, sin substancia. O uno puede gastar su juventud para cultivar cosas bellas y grandes, y así prepara un futuro lleno de vida y de riqueza interior» (Christus vivit, n. 19).

De hecho, cuanto más asimilemos los ideales, valores y actitudes que ennoblecen nuestra vida, más buscaremos lo verdadero, lo bueno y lo bello, más nos humanizaremos, más cualificaremos nuestras intenciones, relaciones y acciones. Y cuanto más arraigados en la fe, cuanto más centramos nuestra existencia en Jesucristo, viviendo para Dios y para los demás, más nos sentimos impulsados a encarnar el amor en toda su riqueza y extensión, fructificando abundantemente en la práctica de la compasión y el cuidado, en la atención a los que más sufren y necesitan cercanía y ayuda, en la construcción de un mundo más fraterno y solidario, anunciando el Evangelio con la vida y oponiéndose a todo lo que le es contrario. El momento actual —de crisis y corrupción, de pandemias e indiferencia, de soledad y desolación, de dolor y muerte, de negación de la evidencia y banalización de lo inaceptable, de necropolítica y desmantelamiento de la democracia, de aumento de la pobreza y saqueo de nuestra Casa Común— es un momento propicio para poner en marcha lo que significa ser humano, ser cristiano y ser misionero a la luz del ejemplo de san Vicente de Paúl.

No cabe duda de que Vicente de Paúl fue un hombre de intensa y extensa actividad. Sus acciones, emprendidas con discernimiento y determinación, tuvieron un amplio alcance eclesial y social en aquel convulso contexto de la Francia del siglo XVII. No había drama, sufrimiento o necesidad que no resonara en su corazón iluminado por la fe y encendido por la caridad. Es cierto, además, que el santo de la caridad y de la misión no logró nada solo. No se ve en su conducta ninguna sombra de autoproyección egocéntrica o de heroísmo narcisista. No era un seguidor del «complejo de Adán», de los que piensan que todo empieza por ellos mismos. Sólo se preocupó de evangelizar y servir, en el fiel seguimiento de Jesucristo, teniendo ante sus ojos las necesidades y sufrimientos humanos que le parecían cada vez más acuciantes. Para hacer frente a estas realidades, convocó a otras personas atraídas por el mismo ideal. En 1617 fundó las Cofradías de la Caridad, que reunían a hombres y mujeres. Ocho años después, en 1625, concibió la Congregación de la Misión, formada por padres y hermanos. Más tarde, en 1633, junto con la gran mujer Luisa de Marillac, fundó la Compañía de las Hijas de la Caridad. El vínculo entre sus fundaciones fue precisamente una experiencia de fe que se desplegó en el celo evangelizador y el servicio gratuito a los más necesitados, a los que sufren y a los olvidados.

En estrecha colaboración con los que el Señor añadió a las filas de la Caridad y la Misión, Vicente de Paúl puso en marcha numerosas iniciativas y compromisos, de los cuales mencionemos sólo algunos: misiones en aldeas rurales, atención a los enfermos en los hospitales y en sus casas, atención a los refugiados y a las víctimas de la guerra, ayuda a las regiones empobrecidas, presencia en la cárcel, ayuda a los niños abandonados, fundación de pequeñas escuelas, etc. En todas estas acciones a favor de los más desfavorecidos, el padre Vicente y sus compañeros trataron de atender al ser humano en su totalidad, con el fin de remediar sus necesidades físicas y espirituales. Así, basándose en la fe que actúa por medio de la caridad (cf. Gál 5,6), hacían visible en sus acciones el mensaje de vida y salvación que transmitían anunciando el amor de Dios, para «hacer efectivo el Evangelio» (SV XII, 84).

Además, con la ayuda de sus cohermanos, Vicente trabajó intensamente en la formación del clero, contribuyendo a dotar a la Iglesia de pastores santos, sabios y solidarios. Su radio de acción se amplió cuando fue nombrado miembro del Consejo de Conciencia de la Reina, desde el que pudo intervenir de muchas maneras para ayudar a los empobrecidos, pacificar los conflictos sociales y revitalizar a la Iglesia en sus esfuerzos reformadores. Por si todas estas amplias actividades no fueran suficientes, trabajó tenazmente en la consolidación de sus comunidades, orientando a sus miembros, dándoles conferencias y redactando reglamentos de notable solidez y relevancia práctica. A lo largo de su existencia, las Cofradías se multiplicaron rápidamente en todo el territorio de Francia, la Congregación de la Misión se estableció en varios países (4 europeos y 3 africanos) y las Hijas de la Caridad abrieron numerosas casas en territorio francés, llegando más tarde a Polonia. Vicente de Paúl también siguió de cerca el florecimiento de otras comunidades y asociaciones, además de ocuparse de la dirección espiritual de muchas personas y mantener una amplia correspondencia con diferentes personalidades. En todo lo que hacía, se preocupaba sobre todo de «satisfacer las necesidades de su prójimo como si estuviera apagando un incendio» (SV XII, 31).

Sería imposible describir en pocas páginas todas las realizaciones de Vicente y contar sus actividades y empresas en los campos de la evangelización, el servicio caritativo, la promoción humana, la transformación social, la reforma institucional de la Iglesia, la formación del clero, el protagonismo de los laicos, la valoración de la mujer, etc. Por todo esto y mucho más, no es difícil ver que pocos santos han sido tan activos y productivos, fecundos y laboriosos como Vicente de Paúl. Y, a día de hoy, más de 400 años después, sus obras siguen beneficiando a multitud de personas y reuniendo a un número incalculable de socios y cooperadores.

La semilla brotó y creció, sin que san Vicente pudiera calcular ni prever la abundancia de sus frutos; se convirtió en un árbol frondoso, capaz de ofrecer alivio y frescura a quienes se cobijan a su sombra (cf. Mc 4,30-32). Así, su vida se convirtió en una nueva parábola del Reino contada para los pequeños y los pobres, para los que tienen sed de Dios y hambre de pan. Con razón y entusiasmo podría resumir así la vocación que comparte con sus Misioneros: «Un gran motivo que tenemos para ser fieles es la grandeza de nuestra misión: dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que el Reino está cerca y que es para los pobres. Oh, qué sublime es esto» (SV XII, 80).

En este punto, como en tantos otros, el papa Francisco (¡un vicentino de corazón!) nos ha ayudado a volver al eje del Evangelio, sobre todo ahora, con las desastrosas consecuencias de la crisis que ha golpeado al mundo y, con más fuerza, a quienes no tienen lo mínimo necesario para una vida digna y feliz. En su libro Soñemos juntos, el Pontífice subraya: «Cuando la Iglesia habla de la opción preferencial por los pobres, significa que debemos tener siempre en cuenta el impacto de las decisiones que tomamos sobre los pobres. Pero también significa que debemos poner a los pobres en el centro de nuestra forma de pensar. A través de esta opción preferencial, el Señor nos da una nueva perspectiva de juicio y valor sobre los acontecimientos» (p. 55). Y, dando un paso más, nos llama a una cultura de la solidaridad que, recibiendo su mayor estímulo de la fe, se basa en el reconocimiento de la dignidad humana y no se limita a las medidas de emergencia: «La solidaridad no es compartir las migajas de la mesa, sino hacer sitio a todos. […] El problema no está en dar de comer a los pobres, vestir a los desnudos, acompañar a los enfermos, sino en considerar que los pobres, los desnudos, los enfermos, los encarcelados, los exiliados tienen la dignidad de sentarse en nuestras mesas, de sentirse en casa entre nosotros, de sentirse en familia» (p. 115). Y concluye: «Cuando se pone en el centro la dignidad de las personas, se crea una nueva lógica de la misericordia y del cuidado» (p. 122). En la misma línea está la labor caritativa y misionera de san Vicente de Paúl.

Esta cuestión es decisiva para entender adecuadamente la persona de san Vicente de Paúl. Tan impresionantes fueron su vigor caritativo y su compromiso misionero que fácilmente podemos olvidar la fuente secreta que nutría sus acciones. Además, la fuerte influencia que ejerció en los más diversos ámbitos de la sociedad y de la Iglesia de su tiempo podría llevar a confundirlo con un filántropo o a reducirlo a la condición de activista. Sin menospreciar en absoluto la relevancia social de su compromiso y el alcance de su colosal actividad apostólica, hay que reconocer y afirmar que Vicente de Paúl fue, antes que nada, un místico, es decir, alguien cuya existencia estaba enraizada en el misterio del amor del Padre, un amor revelado en Jesucristo y hecho presente por el Espíritu Santo. De esta fuente desbordante y cristalina, el santo de la caridad misionera extrajo la savia capaz de alimentar y dinamizar sus acciones. Su íntima comunión con Cristo era el aliento creador de todo lo que hacía, el criterio y la inspiración de sus decisiones y elecciones, la diadema que ligaba sus obras, su razón de ser y de actuar. Sería radicalmente imposible entender la vida y la misión de san Vicente sin hacer referencia a la persona de Jesús, cuyo espíritu moldeó su corazón y formó su conducta. Y lo mismo puede decirse de sus fundaciones.

De hecho, este es el cantus firmus que resuena con toda su fuerza en sus cartas y conferencias: Cristo debe estar en el centro de nuestra vida para descentrarnos de nosotros mismos, para hacernos verdaderamente libres, enseñándonos a vivir en total docilidad hacia el Padre, confiando en su Providencia y siguiéndola paso a paso, así como en una convencida y alegre disponibilidad para amar y servir a los hermanos, con especial atención a los más pobres. No en vano Vicente de Paúl insistía en que sus misioneros no podían corresponder a las exigencias de su vocación y a las llamadas de la misión y de la caridad si no estaban revestidos del espíritu de Jesucristo, es decir, profundamente imbuidos de los sentimientos y disposiciones del Hijo de Dios, identificados visceral y progresivamente con él. Vale la pena darle la palabra aquí:

«Para tender a la perfección, hay que revestirse del espíritu de Jesucristo. ¡Oh Salvador! ¡Oh Padre! ¡Qué negocio tan impor­tante éste de revestirse del espíritu de Jesucristo! Quiere esto decir que, para perfeccionar­nos y atender útilmente a los pueblos, y para servir bien a los eclesiásticos heiños de esfor­zamos en imitar la perfección de Jesucristo y procurar llegar a ella. Esto significa también que nosotros no podemos nada por nosotros mismos. Hemos de llenamos y dejarnos animar de este espíritu de Jesucristo. […] La Com­pañía siempre ha apreciado las máximas cris­tianas y ha deseado revestirse del espíritu del Evangelio, para vivir y para obrar como vivió nuestro Señor, y para hacer que su espíritu se muestre en toda la Compañía y en cada uno de los misioneros, en todas sus obras, en general, y en cada una en particular» (SV XII, 107-108). Los medios privilegiados para mantener esta fina armonía con el espíritu de Cristo son la meditación diaria del Evangelio, la celebración fructífera de la Eucaristía y el encuentro con los pobres, ninguno de los cuales puede suplantar al otro.

San Vicente estaba convencido de que la vocación apostólica tiene una dimensión eminentemente contemplativa. A este respecto, escribió a uno de sus padres: «La vida apostólica no excluye la contemplación, sino que la abraza y se sirve de ella para conocer mejor las verdades eternas que debe anunciar» (SV III, 347). Si es cierto que, sin la acción, la contemplación puede evaporarse en una abstracción etérea y en una evasión ilusoria, no es menos cierto que, sin la contemplación, la acción corre el riesgo de deslizarse hacia un activismo compulsivo, un moralismo sin alma, un falso ropaje ideológico o algo parecido. Santo Tomás de Aquino ya había afirmado que nada contribuye más a la perfección cristiana que «la unión de la contemplación y la acción en una misma persona».

Para estimular esta beneficiosa unión en sus comunidades, el incansable Vicente de Paúl no dudó en subrayar la importancia y la necesidad de cultivar la vida interior a través de la oración. De hecho, llama la atención no sólo la frecuencia, sino también la fuerza y la familiaridad con que el santo fundador hablaba a sus seguidores sobre el espíritu y la práctica de la oración, mostrando que se trata ante todo de una convicción personal y de una vivencia constante. En este punto, Vicente coincide con los místicos y maestros espirituales que le inspiraron, como san Francisco de Sales, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, Pierre de Berulle, etc.

Entre sus numerosas alusiones al tema, podemos detenernos en esta que se encuentra en una conferencia a los padres y hermanos de la Misión. Su conciencia del valor de la oración es tan incisiva como su determinación de proponerla: «Entreguémonos todos a esta práctica de la oración, pues es a través de ella como nos llega todo el bien. Si perseveramos en nuestra vocación, es gracias a la oración; si hacemos bien nuestro trabajo, es gracias a la oración; si no caemos en el pecado, es gracias a la oración; si permanecemos en la caridad, si nos salvamos, todo es gracias a Dios y a la oración» (SV XI, 407). O también esta definición compartida con las Hijas de la Caridad: «La oración es tan excelente que nunca se reza demasiado, y cuanto más se reza, más se quiere rezar, cuando en la oración se busca sinceramente a Dios» (SV IX, 417). Seguramente, san Vicente coincidiría con lo que dijo recientemente el papa Francisco, al ordenar a nuevos sacerdotes: «Un sacerdote que no reza, apaga lentamente el fuego interior del Espíritu» (25 de abril de 2021).

Demos un paso adelante… Gracias a la mística de su acción, Vicente insistió en que el servicio de la caridad y el anuncio del Evangelio debían enmarcarse y enriquecerse con la práctica de las virtudes, virtudes que brillaban en la conducta de Jesucristo, sobre todo las más adecuadas a la especificidad de un carisma apostólico como el que Vicente recibió del Espíritu y comunicó a sus seguidores. Sobre el terreno fértil de estas virtudes descansa la ética que se desprende de la mística vicenciana, ya que es propio de toda experiencia de Dios establecer un modo de ser y actuar que le corresponda. ¿Cuáles son esas virtudes que humanizan a los miembros de la Familia Vicenciana y los capacitan para la misión? La sencillez, que se traduce en una vida íntegra y un modo de actuar transparente, rechazando toda forma de disimulo y falsedad; la humildad, que nos enseña a reconocer nuestros límites, a esperar en Dios y a contar con los demás, renunciando a la autosuficiencia y al orgullo; la mansedumbre, que nos hace constantes en el bien, cordiales en el trato y serenos en medio de la adversidad, alejándonos de la arrogancia y la dureza; por último, el celo nos dispone a la fidelidad creativa, a la entrega abnegada y al compromiso entusiasta, en dirección opuesta a la mediocridad y la apatía.

San Vicente hablaba de estas cinco virtudes con especial énfasis, considerándolas un don de Dios y una responsabilidad nuestra: «¡Señor! ¡Qué hermoso es esto y qué agradable te será la Misión si su espíritu es espíritu de sencillez, de humildad, de mansedumbre, de mortificación y de celo!  Procuremos cada uno encerrarnos en estas cinco virtudes lo mismo que los caracoles en sus conchas, y hagamos que nuestras acciones sean expresión de estas virtudes. Será buen misionero el que así lo haga» (SV XI, 310).

Este es, pues, el principal legado de Vicente de Paúl a la Iglesia y a la humanidad. No tanto lo que hizo, sino el modo en que lo hizo, el sentido de la fe que le impregnaba, la rectitud de intención que le movía, el amor que ponía en todo lo que tenía que hacer por Dios y por sus hermanos, en definitiva, el espíritu de Jesucristo que le iluminaba y le impulsaba a entregarse sin cortapisas, a hacerse todo a todos (cf. 1Cor 9,22) y a hacer bien, de la mejor manera posible, el bien al que había sido llamado, porque, al fin y al cabo, » No basta con hacer el bien, hay que hacerlo bien, a ejemplo de nuestro Señor, como Nuestro Señor lo hizo en la tierra, puramente para la gloria de Dios» (SV XI, 468).

Sólo un místico, un hombre verdaderamente espiritual, un contemplativo en la oración y en la acción, pudo intuir tan profundamente esta verdad y vivirla con libertad y coherencia hasta el final de sus días, enseñándonos que «Dios nos pide primero el corazón y luego las obras» (SV X, 131). O también, reproduciendo una lección tomada de la Imitación de Cristo (T. de Kempis), Vicente insistirá, según el registro de su primer biógrafo: «A Dios no le interesa tanto el exterior de nuestras acciones como el grado de amor y de pureza de intención con que las realizamos» (Abelly III, 30-31). Además, como nos recuerda el poeta argentino, «lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado» (F. L. Bernárdez). Sin la savia de la vida interior, ningún compromiso puede perdurar, ninguna caridad puede florecer, ninguna misión puede producir los frutos esperados. «Necesitamos la vida interior, tenemos que tender hacia ella. Si nos falta, nos faltará todo» (SV XII, 131).

Si queremos contribuir a sentar las bases de un mundo justo, fraterno, pacífico y solidario, capaz de triunfar sobre la pandemia del egoísmo y la indiferencia, respetuoso con la dignidad humana, el bien común y la creación, según el plan de Dios, no podemos eximirnos de la verdadera mística, de una vida interior más profunda, de una vida espiritual intensa, de una práctica regular de la oración, que nos permita «descentrarnos y trascendernos, superando la tentación de vivir girando en torno a nosotros mismos», como subraya el papa (Soñemos juntos, p. 141). Sin la profundidad espiritual que aquilata nuestra humanidad, ¡nada de esto será posible!

Hay, por supuesto, muchas formas de entender el estilo de vida cristiano que hunde sus raíces en la experiencia espiritual de san Vicente de Paúl y que, por eso mismo, llamamos espiritualidad vicenciana. El núcleo en torno al cual se definen sus características esenciales no es otro que el seguimiento de Jesucristo, evangelizador de los pobres, con todo lo que ello abarca y exige en términos de contemplación y acción, de inspiración mística y de compromiso ético, de pasión por Dios y de compasión por los pobres. Al fin y al cabo, «¿qué amor podemos tener a Nuestro Señor si no amamos lo que él amó?» (SV XIII, 811), se preguntaba San Vicente, dirigiéndose a sus colaboradoras laicas de las Cofradías de la Caridad.

Según nuestro fundador, sin referencia a Cristo, sin una relación permanente con él, sin la disposición continua y renovada de amar a los que él amó, no puede haber caridad ni misión digna de ese nombre. El corazón de Jesús desbordaba de amor por el Padre, de quien recibía todo y cuya voluntad era el alimento de su vida y el espejo de sus acciones (cf. Jn 4,34; 5,19), y por los pobres, los más desatendidos social y religiosamente, a los que se reconocía enviado y a los que consolaba, fortalecía y promovía con gestos, palabras y acciones de incomparable misericordia (cf. Mt 9,35ss; Hch 10,38).

Así, lleno de amor al Padre y a los pobres, Jesús de Nazaret confía a sus discípulos la continuación de su obra salvadora (cf. Lc 10,1ss; Mc 16,15). La espiritualidad vicenciana nos implica directamente en la misión del Hijo de Dios: «Sí, Nuestro Señor nos pide que evangelicemos a los pobres. Eso es lo que hizo y quiere seguir haciéndolo a través de nosotros» (SV XII, 79), concluye Vicente, dirigiéndose esta vez a los misioneros. A partir de este núcleo irrenunciable, que es la persona misma de Jesucristo —que se encuentra en el Evangelio, en la Eucaristía y en los pobres—, se perfilan los elementos constitutivos de la identidad vicenciana: la confianza en la Providencia, la búsqueda y realización de la voluntad de Dios, la integración entre evangelización y servicio, la vida fraterna en comunidad, las cinco virtudes que nos identifican, la vivencia de los consejos evangélicos, etc.

Una vez asentados los fundamentos de la espiritualidad recibida de san Vicente de Paúl, podemos hablar de su actualidad. Esto también puede abordarse de varias maneras, siempre que mantengamos el vínculo con su identidad principal, como ya hemos dicho. Generalmente, cuando se habla de espiritualidad vicenciana, se destaca su aspecto más operativo, su dimensión activa o práctica, su impulso a la acción. Y no hay duda de que este aspecto es legítimo. Sin embargo, no es lícito aislarla de su fuente, de su fuente mística, de su dimensión contemplativa, de su referencia fundacional. Quien lo hace parece despreciar el contenido de la experiencia que nos transmitió san Vicente, y acaba privándonos de la herencia que nos legó. Una visión meramente funcional y voluntarista de la espiritualidad vicenciana se equivoca por reduccionismo, atrofia su potencial y no le permite irradiar toda la inspiración que lleva, como si fuera una espiritualidad de pura inmanencia.

En este caso, lo más que podríamos descubrir en la espiritualidad vicenciana sería un ideal motivador para la praxis, pero no exactamente su sustrato evangélico más profundo, lo que posee como más esencial y estimulante: un camino de configuración con Cristo, enviado por el Padre para evangelizar a los pobres; una llamada a una auténtica experiencia de Dios; una respuesta a la inquietud más profunda del corazón humano; un camino de santidad y una escuela de caridad; un aliento místico capaz de sedimentar las virtudes y los valores que ennoblecen y cualifican nuestro vivir, convivir y actuar; un horizonte de sentido que anima a atravesar la existencia a la luz de la fe; finalmente, una esperanza que se extiende más allá de la historia y nos abre al futuro prometedor de la eternidad.

En una época como la nuestra —marcada por tantas rupturas y conflictos, fracturada por las polarizaciones políticas, los extremismos ideológicos y los fundamentalismos religiosos— la pertinencia de la espiritualidad vicenciana se revela en su equilibrio dinámico, en su potencial humanizador, en su capacidad de integrar realidades que podrían parecer distantes o incluso antagónicas, tales como: la verdad y la bondad, la contemplación y la acción, la firmeza y la dulzura, la coherencia y la flexibilidad, la audacia y la prudencia, el silencio y la palabra, la confianza y la prontitud, el discernimiento y la decisión, el anuncio del Evangelio y el cuidado de la vida, el espíritu de fe y la conciencia crítica, la profundidad y el sentido práctico, el realismo y la esperanza, la humildad y la magnanimidad, la seriedad y el buen humor, etc. Estos binomios señalan rasgos notables del perfil humano de Vicente de Paúl, que se tradujeron en su forma equilibrada de vivir y actuar, y que a menudo tuvieron eco en sus consejos y recomendaciones.

De hecho, la filosofía más clásica nos ha legado la sentencia ineludible, atribuida a Aristóteles y, siglos más tarde, hábilmente tematizada por santo Tomás: «Virtus in medio est». San Vicente se apropió de esta verdad, mencionándola en diferentes ocasiones. Sobre una de ellas reflexionó con su Comunidad: «Hermanos míos, las virtudes consisten siempre en un justo equilibrio. Cada uno de ellos tiene dos extremos viciosos. De cualquier lado que nos alejemos, corremos el riesgo de caer en el vicio contrario. Debemos caminar con rectitud entre estos dos extremos para que nuestras acciones sean loables (…). La virtud está en el medio, los extremos no valen nada» (SV XI, 220). Basándonos en el ejemplo y las palabras de Vicente de Paúl, aprendemos que una persona equilibrada es la que no se deja llevar por los extremos, sabiendo posicionarse con convicción y claridad ante los acontecimientos; es la que evita los excesos, sin por ello conformarse con la mediocridad. Se trata, pues, de que la persona busque discernir con sabiduría para decidir con valentía y vivir con coherencia, sobre todo en medio de las circunstancias más dramáticas y adversas.

La sociedad contemporánea —incluidas las religiones— sufre un extremismo y una fragmentación cuyo impacto afecta enormemente a la salud integral de las personas, a las relaciones humanas, al compromiso ético y a la preservación de nuestra Casa Común. La evangelización y la comunión eclesial también se ven fuertemente afectadas, a veces gravemente perjudicadas. Se plantea entonces el reto de encontrar la plomada del equilibrio, del discernimiento, de la sabiduría, de la sensatez, de la serenidad, de la clarividencia, del sentido de la oportunidad, del respeto y del diálogo, para saber convertir las crisis en oportunidades.

Las llamadas que Dios nos dirige a través de los acontecimientos de la historia no pueden encontrarnos distraídos o amedrentados, a riesgo de frenar por inercia o de precipitarnos para responder a ellas. La vida, las acciones y las palabras de san Vicente lo atestiguan: «Tengo una devoción especial por seguir paso a paso a la adorable Providencia» (SV XII, 208). Su «mística de ojos abiertos» le llevó a estar atento a los acontecimientos, a los sucesos cotidianos, interpretándolos a la luz de la fe para dejarse sorprender por Dios y comprender sus peticiones: «No se puede conocer mejor la voluntad de Dios si no a través de los acontecimientos que nos llegan sin que los hayamos pedido» (SV, 453). Vicente de Paúl nos invita a seguir paso a paso las indicaciones de la Providencia y a colaborar con ella, sin excesiva lentitud ni precipitación, tratando de conciliar la sabiduría del discernimiento, la valentía de la decisión que genera y la coherencia de vida que inspira, para que nuestras acciones correspondan a lo que Dios quiere.

Diversas enseñanzas de san Vicente explican el equilibrio que caracteriza la espiritualidad con la que enriqueció a la Iglesia. Aquí podemos utilizar la conocida relación que establece entre el amor afectivo y el amor efectivo, es decir, el amor unitivo al Señor y el amor oblativo al prójimo necesitado, que, en realidad, no es sino un mismo amor, aprendido de Jesucristo (cf. Mc 12,29-31; Jn 10,17).

El fundador dirá a las Hijas de la Caridad: «Un corazón que ama a Nuestro Señor no puede soportar su ausencia y debe estar unido a él por el amor afectivo, que a su vez produce el amor efectivo. Porque lo primero no es suficiente, hermanas mías. Es necesario tener ambos. Es necesario pasar del amor afectivo al amor efectivo, que es el ejercicio de las obras de caridad, el servicio a los pobres realizado con alegría, valor, constancia y amor (SV IX, 593). O también, el esfuerzo de Vicente por vincular el recogimiento orante y la dedicación apostólica, cuando dice que la vida de un misionero debe ser como «la de un cartujo en la casa y la de un apóstol en el campo, y que, a medida que se esfuerce con mayor interés por la perfección interior, sus tareas y trabajos serán también más fecundos para el bien espiritual de los demás» (Abelly I, 16).

En la misma línea está su convicción sobre la integración entre la contemplación y la acción, la primera de las cuales debe preceder a la segunda, como la savia que la fortalece: «La Iglesia se compara con una gran cosecha que requiere obreros que trabajen. No hay nada más acorde con el Evangelio que acumular luz y fuerza para la propia alma en la oración, la lectura y la soledad, y luego ir a compartir este alimento espiritual con los hombres. Es hacer lo que Nuestro Señor y los apóstoles hicieron después de él, es unir el trabajo de Marta al de María, es imitar a la paloma que digiere la mitad de la comida que ha tomado y pone el resto, con su propio pico, en los picos de sus crías para alimentarlas. Así debemos hacerlo, así debemos mostrar a Dios, con nuestras obras, que le amamos» (SV XI, 41). La insistencia del fundador parece una paráfrasis del Evangelio, que sitúa el seguimiento de Jesús entre la montaña de la intimidad con el Padre y la llanura del contacto con las heridas y las angustias humanas (cf. Lc 6,12-19). Podemos recordar también la recomendación de Vicente de Paúl sobre la relación entre la decidida lucidez que exigen los principios y los objetivos y la juiciosa flexibilidad que sugieren sus mediaciones y aplicaciones. Todo ello sin esfuerzos recalcitrantes por adaptar los medios a los fines, ya que estos últimos no siempre pueden justificar los primeros. Palabras similares se repiten en las cartas y alocuciones del santo, y revelan la sabiduría de su espíritu, sobre todo cuando se trataba de orientar a quienes debían ejercer cargos de gobierno dentro de sus comunidades: «Es necesario ser firme e invariable en cuanto al fin, flexible y suave en cuanto a los medios, pues lo uno sin lo otro lo estropea todo» (SV II, 355).

Los ejemplos podrían continuar. Queda, sin embargo, la certeza de que, en el contexto actual, con su rigidez y permisividad, una espiritualidad vicenciana bien asentada estimula las síntesis vitales que tanto necesitamos para mantener o recuperar el equilibrio humano, espiritual, relacional, apostólico, eclesial y social. Esto implica no quedar atrapado en unilateralismos irremediables que imponen visiones ideológicas y libran polémicas beligerantes, ni perderse en espiritualismos de evasión o en praxis de mera conveniencia.

Los tiempos actuales reclaman una espiritualidad integradora, de unidad dialéctica, capaz de armonizar la contemplación y la compasión, la trascendencia y la solidaridad, la liberación histórica y la salvación eterna, teniendo a Jesucristo como piedra angular. Finalmente, el discernimiento que precede y acompaña a una espiritualidad vicenciana del equilibrio se traduce en una vigilancia paciente y activa que sabe identificar, a la luz de la fe, la oportunidad que ofrece cada momento y la postura que recomienda cada situación. Además, como bien dice el papa Francisco, «discernir en tiempos de conflicto requiere a veces que acampemos juntos hasta el amanecer» (Soñemos juntos, p. 97).

La Familia Vicenciana puede compararse con un árbol frondoso y vigoroso, lleno de frutos y adornado con flores. Sus raíces, extensas y firmes, se remontan a la experiencia espiritual de san Vicente, cuyo carisma misionero sigue siendo fecundo e inspirador hasta nuestros días, perpetuando el luminoso testimonio del gran místico de la caridad, «heraldo de la ternura y la misericordia de Dios», como lo llamó san Juan Pablo II. La savia que alimenta y vigoriza a esta inmensa familia espiritual y apostólica proviene del encuentro con Jesucristo, evangelizador de los pobres (cf. Lc 4,18), al que sus miembros tratan de seguir, amándolo y sirviéndolo en los más pequeños, en los que reconocen la presencia del Señor que los llama (cf. Mt 25,40).

A la sombra de esta planta de copa robusta y hojas verdes, hay un número incalculable de personas empobrecidas, acogidas con cuidado, evangelizadas con ardor, asistidas con diligencia, promovidas con respeto. Las ramas del árbol vicenciano son diferentes en cuanto al color y la forma de sus hojas: grupos más o menos numerosos, entre los que se encuentran Asociaciones de Laicos, Sociedades de Vida Apostólica, Institutos de Vida Consagrada e incluso Comunidades pertenecientes a otras confesiones cristianas. Repartidas por los cinco continentes, fundadas en tiempos y contextos diferentes, reúnen a más de 4 millones de hombres y mujeres de todas las edades, laicos, consagrados, diáconos, sacerdotes y obispos, todos bajo el mismo impulso estimulante recibido del Espíritu a través de Vicente de Paúl. El carisma vicenciano muestra su fuerza en las diferentes iniciativas de evangelización y servicio a los pobres que se desarrollan en los más de 150 países en los que la Familia está presente.

Así pues, injertadas en un mismo tallo carismático, las más de 260 ramas que componen la Familia Vicenciana coinciden en su referencia a san Vicente, identificado como fundador, inspirador o patrón de este secular linaje. No en vano, el papa Francisco quiso incluirlo entre «los grandes santos que han hecho la historia del cristianismo», viéndolo también como un «signo concreto» sin el cual «la caridad que anima a toda la Iglesia correría el riesgo de enfriarse, la paradoja salvadora del Evangelio correría el riesgo de diluirse, la sal de la fe se diluiría en un mundo en proceso de secularización» (Carta a las personas consagradas (2014), cap. III, n. 2).

En esta «gran red de caridad», tejida con muchos hilos, el carisma vicenciano revela su perenne actualidad y su extraordinario potencial para responder a llamadas imprevistas y a nuevos desafíos. Lo hace con gran vitalidad profética, partiendo de un acercamiento concreto al mundo de los pobres, promoviendo acciones transformadoras basadas en el Evangelio, insertándose en la misión de la Iglesia y actuando en organismos internacionales como, por ejemplo, en distintas instancias de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), donde los representantes de la Familia Vicenciana buscan hacerse eco del clamor de quienes se encuentran en las periferias del mundo.

Por todo lo que requiere su misión, la Familia Vicenciana está cada vez más convencida de la necesidad de una formación sólida, que asegure una espiritualidad consistente, enraizada en la Palabra de Dios y en la herencia de su gran inspirador, y un compromiso caritativo-misionero siempre más cualificado y perseverante. El cultivo de la espiritualidad y el compromiso apostólico encuentran su terreno fértil en la vida cotidiana, en la comunidad de fe, en el contacto directo con los pobres, en el don oculto de cada día, en la reunión del pequeño grupo, donde las semillas germinan en el silencio y sus frutos se comparten.

Entre los «descendientes» directos e indirectos de san Vicente han brotado admirables brotes de santidad, mujeres y hombres que, llenos del espíritu de Cristo, han florecido en la caridad misionera, haciendo de «la misericordia su misión vital» (Papa Francisco, Misericordiae Vultus, n. 24) para gloria de Dios y bien de los pobres. En este admirable florecimiento, todos los miembros de la Familia Vicenciana podemos encontrar los más diversos modelos, capaces de suscitar y corroborar actitudes y compromisos sólidamente fundados en nuestra común vocación a la santidad. Al concluir su magnífica Encíclica Deus Caritas Est, el papa Benedicto XVI quiso situar a san Vicente y santa Luisa entre los santos «que practicaron la caridad de manera ejemplar», añadiendo que «siguen siendo modelos destacados de caridad social para todos los seres humanos de buena voluntad». Como ellos, los modelos de santidad que rejuvenecen el árbol milenario de la Familia Vicenciana y nos educan en la vivencia de nuestro carisma misionero «son verdaderos portadores de luz dentro de la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y caridad» (n. 40). En efecto, «en los santos se hace evidente cómo quien camina hacia Dios no se aleja de los seres humanos, sino que se hace verdaderamente cercano a ellos» (n. 42).

En la herencia de san Vicente de Paúl, vigoroso maestro espiritual e infatigable misionero de los pobres, la Familia Vicenciana redescubre sin cesar la chispa capaz de revitalizar su pasión por el Evangelio y su compasión por los que están en las periferias existenciales de la vida. Derrama sobre ellos el bálsamo de la misericordia, haciéndola visible en gestos de solidaridad, palabras de consuelo y acciones socio-transformadoras. Conscientes de que «no hay caridad si no va acompañada de justicia» (SV II, 54), los herederos de san Vicente se comprometen creativamente a cambiar las estructuras que generan la pobreza, partiendo de una nueva forma de entender a los pobres, interpretando las situaciones que envuelven sus vidas y actuando en comunión con ellos y en colaboración con otras instituciones alineadas con la misma causa.

La crisis social, agravada al extremo por la pandemia de la Covid-19, ha dejado a los pobres en las tinieblas de una noche densa y gélida. Si toda la humanidad se encuentra vulnerable psicológica y espiritualmente, mucho más dramática es la situación de quienes acumulan vulnerabilidades de todo tipo. La Familia Vicenciana tiene el reto de revitalizar su presencia y acción entre los más sufrientes y olvidados, desde el Evangelio de la vida y la esperanza, de la misericordia y el servicio. Nos animan estas palabras del papa Francisco: «Lo que el Señor nos pide hoy es una cultura del servicio, no una cultura del descarte. Pero no podemos servir a los demás si no permitimos que su realidad nos afecte. Para ello, debes abrir los ojos y dejarte tocar por el sufrimiento que te rodea. Entonces podrás escuchar la voz del Espíritu de Dios que te habla desde los márgenes» (Soñemos juntos, p. 16).

Actuando en los márgenes y desde los márgenes, la Familia Vicenciana se deja tocar por las necesidades humanas y percibe en ellas la voz del Espíritu que confirma su vocación y la impulsa a un renovado compromiso caritativo y misionero.

Publicado originalmente como entrevista en el sitio web del Instituto Humanitas Unisinos, el 27/09/2021.
P. Vinícius Augusto Ribeiro Teixeira, CM
Fuente: https://www.pbcm.org.br/

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