“Dos hombres subieron al templo a orar…”
Os 6, 1-6; Sal 50; Lc 18, 9-14.
Un fariseo y un publicano fueron al templo a orar. Y cada uno lo hizo de muy distinta manera. Uno salió reconciliado con Dios, perdonado; el otro salió igual que como entró. ¿Qué fue lo que pasó?
Pues sucedió que el fariseo, en su diálogo con Dios, lo que le dijo fue: “Señor, no te necesito. Soy bueno, mejor que todos; yo lo puedo todo; soy santo, cumplidor de las leyes y los ritos.” Se le olvidó pedir perdón, acogerse al amor de Dios.
El publicano, pobre pecador, solo fue a decirle a Dios:“Señor, solo tú eres bueno y santo, yo soy frágil, vulnerable, pero me acojo a tu misericordia para que me ayudes a ser como tú, a salir de mis infidelidades, a amar y perdonar como tú.”
Este último tuvo un encuentro auténtico con Dios. El fariseo solo se encontró con su propio egoísmo autocomplaciente. El publicano se puso bajo las alas amorosas de Dios, en sus manos bondadosas, y experimentó así la misericordia del Padre. Salió renovado, dichoso, entusiasmado para vivir una vida más generosa y llena de amor como ese amor que había recibido del Padre.
Ésta es la verdadera oración que renueva y transforma al hombre en hijo. No te justifiques ante Dios, Él te conoce y te ama. Ponte en sus manos.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Silviano Calderón S. C.M.
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