“Había un pobre cubierto de llagas llamado Lázaro”
Jer 17, 5-10; Sal 1; Lc 16, 19-31.
Todos conocemos la cruda y conmovedora parábola de Lázaro, ese pobre indigente que, lleno de llagas, estaba a la puerta de la casa del rico y era aliviado un poco por los perros que le lamían las heridas, antes que por el rico que, más allá de la puerta, vivía una cómoda, lujosa e indiferente vida. San Lucas coloca el texto poco después de la declaración de Jesús: “No pueden servir a Dios y al dinero”.
Mientras no poseí más que mi catre y mi ropa, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas, y mi alma está perturbada. La propiedad me ha hecho cruel.
Compré unas gallinas. Entonces remendé el cerco de mi patio para evitar la invasión de ladrones. Me aislé, tracé una línea entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías: yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. El mundo se llenó de presuntos ladrones, me hice hostil. Los pollos de mi vecino pasaban el cerco y comían el maíz de los míos. Un día, cegado por la rabia, maté a uno. El vecino esparció por el pueblo la leyenda de mi brutalidad y se consiguió un perro muy bravo; yo pienso adquirir un revólver.
¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y el odio. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario. (Rafael Barret).
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Silviano Calderón S. C.M.
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