«Llamada», una noción que figura de manera prominente en las Escrituras, Dios convocando a la gente a cambiar de dirección. Sin dirigirse a ningún sitio en particular, alguien siente un impulso interior para tomar un nuevo rumbo. Los profetas experimentan esto, viviendo días ordinarios en los que un débil impulso comienza a registrarse en su interior.
La historia de Jeremías es un ejemplo claro. Él da testimonio de que la Palabra del Señor lo llamó a levantarse y hablar de esa Palabra a sus vecinos. El miedo es su primera reacción: «¡Ah, Señor Dios, no sé hablar porque sólo soy un muchacho!». Pero entonces Dios le tranquiliza: «Cuando te levantes contra ellos, yo estaré a tu lado y no dejaré que te aplasten. Haré de ti una ciudad fortificada, una columna de hierro».
Con su alto dramatismo, el encuentro de Jeremías no es el más fácil de visualizar, pero el patrón no es tan desconocido. Vamos como de costumbre cuando algo empieza a llamar nuestra atención: «Esto no debería ser así». Luchando contra la reticencia, hablamos y actuamos.
Las Escrituras suelen desencadenar este tipo de reacciones. Nuestros oídos (y conciencias) captan una disparidad entre el mundo que Dios anuncia y algún camino que la sociedad sigue. ¿Podría ser este malestar el primer empujón de esa llamada?
Reticencia: «Ah Señor, no sé cómo hablar. Sólo soy una persona con tan pocos conocimientos».
Y sin embargo: «Hay que hacer algo, aunque seguramente no me siento capaz».
Y luego esas palabras tranquilizadoras: «No tengas miedo de ellos, porque yo estoy contigo para librarte». La promesa de Dios de acompañarnos, de caminar junto a nosotros.
¿Cómo podría traducirse la experiencia del profeta en la vida cotidiana?
Hay algo que me inquieta, por ejemplo las miradas desesperadas e incluso aterrorizadas de esas madres y padres refugiados que se agarran a las manos de sus hijos. «¿Cómo debe ser caminar por ese sendero invernal, lamentando lo que queda atrás y sin saber lo que está por delante?».
Luego, la impotencia ante un dilema tan complejo y universal. «Me siento débil. Pero traigo esa impotencia ante la poderosa misericordia de Dios, me entrego más al cuidado del Señor».
Luego, «Sé que no puedo hacer mucho al respecto, pero me siento incómodo cruzado de brazos. Donaré a los Servicios Católicos de Ayuda o a alguna organización inspirada en Vicente de Paúl. Trabajaré para cambiar mis actitudes hacia las personas que emigran, me pondré un poco en sus cansados zapatos y me abriré a todos los que recorren los duros caminos de este mundo».
De nuevo, la pauta. Estimulado por la Palabra de Dios:
– Comienzo a percibir algunas contradicciones.
– Me echo atrás, dudando de mi capacidad de respuesta.
– Entrego esa duda al Padre todopoderoso de Jesucristo.
– En confianza, doy algunos pasos para avanzar.
Esa es «la Llamada» tal como se filtra en la vida. «Ah, Señor, no sé cómo hablar. Tengo miedo y soy débil». Luego: «No temas, porque yo estoy contigo para librarte». Finalmente, «Me muevo». Y así se injerta otro pedazo del Reino de Jesús en esta tierra… como en el cielo.
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