Solo faltaban cinco días para la Navidad. Aun no me había atrapado el espíritu de estas fiestas. Los estacionamientos llenos y dentro de las tiendas el caos era mayor. No se podía ni caminar por los pasillos. ¿Por qué vine hoy? , me pregunte. Me dolían los pies lo mismo que mi cabeza. En mi lista estaban los nombres de las personas que decían no querer nada, pero yo sabía que si no les compraba algo se resentirían. Llene rápidamente mi carrito con compras de último minuto y me dirigí a las colas de las cajas registradoras. Escogí la más corta, calcule que serian por lo menos unos veinte minutos de espera.
Frente a mi habían dos niños de diez años y su hermana de cinco. El iba mal vestido con un abrigo raido, zapatos deportivos muy grandes, probablemente tres tallas mayores. Los jean le quedaban cortos. Llevaba en sus sucias manos, unos cuantos billetes arrugados. Su hermana iba vestida parecida a él, solo que su pelo estaba enredado. Ella llevaba un par de zapatos de mujer dorados y resplandecientes.
Los villancicos navideños resonaban por toda la tienda y yo podía escuchar a la niña tararearlos. Al llegar a la caja registradora, la niña le dio los zapatos cuidadosamente a la cajera, como si se tratara de un tesoro. La cajera les entrego el recibo y dijo: son seis dólares con nueve centavos porque están en especial. El niño puso sus arrugados billetes en el mostrador y empezó a rebuscarse en los bolsillos. Finalmente conto tres con 12 centavos. Bueno, creo que tendremos que devolverlos, volveremos otro día y los compraremos añadió. Ante esto la niña dibujo un puchero en su rostro y dijo: Pero a Jesús le hubieran encantado estos zapatos. Volveremos a casa trabajaremos un poco mas y regresaremos por ellos. No llores, vamos a volver.
Miré a la cajera y guiñándole un ojo le completé los tres dólares que faltaban. Ellos habían estado esperando igual que yo mucho tiempo y después de todo, que importaba era Navidad. Y en eso un par de bracitos me rodearon con un tierno abrazo y una voz tierna me dijo: “Muchas gracias señor”.
Aproveché que estábamos parados en un recodo de la tienda y no perdí la oportunidad para preguntarle que había querido decir, cuando dijo que a Jesús le encantaría esos zapatos. Y la niña, con sus grandes ojos redondos, me respondió:
“Mi mama está enferma y yéndose al cielo. Mi papa nos dijo que se iría antes de Navidad para estar con Jesús. Mi maestra de catecismo dice que las calles del cielo son de oro reluciente tal como estos zapatos. ¿No se le vera a mi mama Hermosa caminando por esas calles con estos zapatos?”.
Mis ojos se inundaron al ver una lágrima bajar por su rostro radiante. Por supuesto que sí, le respondí. Y en silencio, le di las gracias a Dios por usar a estos niños para recordarme el único y verdadero valor de las cosas.
Por Víctor Martell
Ponerse en camino es el llamado de la fe para hacer efectiva la caridad.