No tengo el control…

por | Nov 10, 2021 | Confraternidades, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

Muchas veces siento que enloquezco cuando se me olvida esto y no es justo que me permita sentir esa locura si simplemente no hay manera de tener el control de nada. Estamos acostumbrados a escuchar, toma el control de tu vida, haz esto y aquello para lograr ser feliz, pero en realidad son de las mentiras más grandes que hemos escuchado en nuestra vida y por desgracia las hemos creído, hemos puesto nuestra fe en esas corrientes de pensamiento y cuando vemos que las cosas no resultaron como esperábamos, enloquecemos. Aparecen esos sentimientos de que el mundo se nos vino encima, ponemos en duda nuestra existencia, incluso dudamos de la existencia misma de Dios.

Y claro, como no vamos a caer en semejante conflicto emocional si todas las herramientas que nos han dado desde pequeños son basadas en idealismos completamente alejados de la realidad. La realidad es que no tenemos el control de nada, ni siquiera de nosotros mismos, contamos con el libre albedrío, eso sí, podemos decidir desde que come, como vestir, si cruzamos o no la carretera hasta decidir que carrera estudiaremos, pero no depende de nosotros graduarnos cuando según nuestros planes hemos calculado concluir esa carrera, ni llegar al otro lado de la calle según el tiempo que tengo estimado para alcanzar mi destino. Nos pasamos la vida haciendo planes de cosas de las cuales no tenemos realmente el control.

Es indispensable que tracemos una ruta del camino que nos gustaría recorrer, como un itinerario para un viaje de vacaciones, pero de trazar esa ruta a controlar cada paso que vayamos a dar, hay un abismo de situaciones que no podemos controlar. Para ejemplificar un poco más esta reflexión voy a compartir una historia que en mi caso me dejó muchos raspones y enseñanzas.

Provengo de una familia económicamente limitada, soy la hija mayor de 3 hermanos, mi mamá luchó mucho para que tuviéramos lo mínimo necesario para poder concluir el colegio. Cuando estaba en mi último año, mis compañeros estaban preparándose para realizar los exámenes de admisión a las diferentes universidades, yo siempre fui una alumna destacada, no por inteligente, sino porque se me pasaban las horas intentando terminar pronto el colegio para trabajar y ayudar a que mis hermanos tuvieran una etapa escolar menos complicada que la mía. Yo anhelaba con todas mis fuerzas ir a alguna de las universidades, quería estudiar, pero disfrutarlo, ir a clases sin zapatos rotos o prestados. Al terminar el colegio, mis amigos a veces me los encontraba en medio San José, capital de mi país, en las paradas de autobús, ellos iban o venían de sus universidades y yo iba o venía de un trabajo explotador, donde ganaba poco y trabajaba tantas horas como fuera posible para traer dinero a la casa y cubrir los gastos. Un año después, recibí una beca que me permitiría estudiar un bachillerato universitario, la acepté y para poder cumplir con los requisitos de la beca y poder seguir ayudando a mi familia, tuve que pasar por varios trabajos incluso peores que el primero. Al llegar al final de mi carrera, cuando gané la última materia, estaba segura de que ya había alcanzado mi meta, graduarme y poder obtener un trabajo que me diera materialmente al fin lo que nunca había tenido, ya que eso es lo que nos dicen, estudiar es dinero y felicidad, pero no fue así…

En ese momento enfrenté una de las crisis más grandes en mi vida, en aquel momento antes de ponerle fecha a mi graduación, la universidad dijo que a menos que todos los egresados obtuvieran un puntaje casi perfecto en una prueba para certificarnos como profesionales bilingües, nadie recibiría su título, yo había trazado una “perfecta línea” donde estudiaría, aprobaría las materias a como diera lugar y luego con mi “cartoncito” encontraría un trabajo perfecto que solo estaba en mi imaginación. Pasaron 2 años más hasta que pude aprobar ese examen, fueron años en los que lloré, me deprimí, me automutilé el corazón haciéndome pensar que no era digna de felicidad alguna y todo ¿a causa de qué? De la errónea idea de pensar que yo tenía el control total sobre mi vida y lo que ocurría a mi alrededor.

Yo pude elegir que carrera cursar, pude decidir que tanto estudiaría o no para aprobar los cursos, o en que horarios tomaría cada clase, pero la vida nos envía meteoritos inesperados que no podemos controlar, esos meteoritos pueden llamarse también amigos, de los cuales esperamos que siempre nos entiendan y de pronto no responden como esperamos, pueden ser una pareja, de la que esperamos ser siempre amados y planeamos un proyecto de vida y de pronto solo se va, no podemos controlar las decisiones de otros, ni sus sentimientos, no podemos controlar la fecha en que nos vamos a graduar o la fecha en que nos vamos a casar o viajar, porque en cualquier momento la aerolínea te puede cancelar el vuelo.

Dejemos de pensar que tenemos el pleno control de nuestras vidas y ya no nos desgastemos auto señalandonos como fracasados cuando se presentan meteoritos en la vida que destruyen esos cuadrados planes que creaste en tu mente. Aceptemos que somos creaturas y no creadores, demos gracias por la oportunidad de tomar decisiones, pero entendamos que los resultados no son a nuestro tiempo y nuestra voluntad. Démonos la oportunidad de vivir, de amar aunque nos respondan con lo contrario a lo que esperamos, porque en el camino Dios, el creador del universo es el único que tiene el control total, y en la medida que aceptemos nuestra pequeñez, y pongamos nuestros proyectos en la voluntad de Dios, vamos a aceptar con amor cuando el Padre acomode sus fichas y aunque el juego de la vida que nos toca parezca perdido, conservemos la fuerza y esperanza de que el único con control de todas las cosas, va a recompensar nuestros esfuerzos y nos dará la recompensa por la perseverancia y la fe en el momento correcto y no cuando nuestra limitada mente pensó que era el día y la hora adecuada.

Alejandra Morun Vargas

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