¿La vocación es una llamada divina o es el ofrecimiento de una persona a Dios, que la acepta, dándole un carisma que llamamos vocación? San Vicente vivió la época en que los padres obligaban o empujaban a las hijas a los conventos para salvaguardar la herencia del primogénito o la dote de otra hermana a la que pretendían casar con alguien de categoría y hacer con ella un buen negocio familiar. La dote que pedían los conventos era muy inferior a la dote matrimonial de las aristócratas y burguesas. Esta costumbre, admitida por la Iglesia como una llamada normal a la vocación, explica la abundancia de conventos femeninos. Se añadía que la nobleza y la burguesía eran dueñas de la mayoría de las prebendas abaciales que suponían ingresos considerables para las familias y que se podían perder si sus hijas no entraban en los monasterios.
En la primera mitad del siglo XVII se pensaba que para tener vocación bastaba desear ser sacerdote o religioso, ya que son los estados de vida más grandes que puede ejercer un hombre y quererlo es lo mejor que puede desear. Es la idea que propagaba san Francisco de Sales, y es la idea que defendía san Vicente hasta 1636. Cuando el hijo de Luisa de Marillac, Miguel, duda de su vocación, san Vicente consuela a la madre, diciéndole: “Ayer vino acá su primo segundo, el señor de Rebours. Quedamos de acuerdo en que lo mejor para su hijo es el estado eclesiástico”. Sin más, como una cualquiera de las profesiones del mundo, aunque añade: “su temperamento parece tender más bien a él que al mundo”. Y ya está. Así se concebía la vocación; y, si ahora no siente atracción, es decir, no tiene vocación, es “que quizás ha sido ese joven el que ha embarullado su fantasía en esto… pero, si las cosas se le representan debidamente, la razón volverá a ocupar su puesto” (I, 546). La razón, no la llamada de Dios.
Pero, en cierto modo, tampoco parece un disparate en la actualidad, pues no se puede admitir que la respuesta a la llamada divina tenga que ser una respuesta descarnada; la respuesta vocacional encierra una motivación personal y social convertida en mediación divina. No cabe duda de que hay “vocaciones” que son llamadas explícitas de Dios a determinadas personas, como a Moisés, a los Apóstoles y a san Pablo. Igualmente hay llamadas a una persona concreta para entrar en una determinada Institución Religiosa, como aparece en la vida de algunos santos. Pero lo más natural es que Dios manifieste su voluntad a través de la naturaleza creada por él. El llamamiento divino no está expresado claramente y al hombre puede quedarle alguna duda de cuál sea en concreto la voluntad de Dios. De ahí que esta llamada divina admita diversas respuestas humanas. Si la respuesta es racional, Dios respeta la libertad del hombre.
El joven Vicente, cuando optó al sacerdocio, dio una respuesta desde su situación personal, familiar y social. Era una respuesta de acuerdo con el modo de pensar entonces, sabiendo a qué se comprometía y con la decisión de cumplir las obligaciones que entrañaba la vocación de sacerdote. El ofrecimiento de sí mismo que hizo el joven Vicente le agradó a Dios porque su intención era honesta y su fuerza, suficiente para cumplir el ministerio escogido y alcanzar la santidad. Sin embargo, a san Vicente de Paúl desde 1636 le convence más la idea del Oratorio de Bérulle de que la vocación personal es una llamada de Dios. Y escribe: “Me entrarían escrúpulos si yo contribuyera a hacerle entrar a ese joven en las órdenes sagradas, especialmente en el sacerdocio, ya que son desgraciados aquellos que entran en él por la ventana de su propia elección y no por la puerta de una vocación legítima. Sin embargo, es grande el número de aquellos, ya que miran el estado eclesiástico como una condición tranquila, en la que buscan más el descanso que el trabajo; de ahí es de donde vienen esos grandes desastres que vemos en la iglesia”; y advierte “a los que me piden consejo para recibir el sacerdocio que no se comprometan a ello si no tienen una verdadera vocación de Dios, una intención pura de honrar a Nuestro Señor por la práctica de sus virtudes y las demás señales seguras de que su divina bondad les ha llamado a ello” (VII, 396). Ciertamente añade a la llamada divina tener buen espíritu, capacidad y que sean idóneas las situaciones sociales y familiares para conservar la vocación[1]. La llamada divina está claramente expresada en los “Ejercicios Espirituales” de San Ignacio de Loyola contra los abusos y es deber de directores descubrir las señales que indiquen los deseos, las intenciones y las cualidades de una persona para desempeñar una vocación sin injerencia de los padres que a menudo solo tienen motivos puramente humanos. El semiquietismo en Francia llevó a la gente a creer que un hombre no debía asumir un estado de vida hasta no sentir conscientemente un impulso divino que le revelara el estado de vida que debía elegir. Y así surgió la teoría que identificaba la vocación con una atracción divina que había obligación de seguir. Otros autores, después de haber declarado que es una falta grave entrar al estado religioso siendo consciente de no haber sido llamado, se corrigen de una manera notable al añadir, «a menos que tengan la resolución firme de cumplir los deberes de su estado».
Dios ayuda nuestra opción a través de movimientos interiores, por inclinaciones hacia tal estado, por los consejos de otras personas o revelándonos claramente su voluntad de un modo excepcional. Pero, por lo general es un sentimiento interior sostenido por la fe lo que mantiene y confirma nuestra decisión.
En la Sagrada Escritura leemos unos consejos de abnegación que están llamados a seguir los que desean vivir un estado de perfección. Intérpretes católicos, basando sus conclusiones en los Padres de la Iglesia, coinciden en decir que Dios concede este don a todos los que se lo piden. San Pablo, hablando del cristiano, dice: «Si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que quemarse. El que se casa, obra bien, pero el que no se casa, obra mejor” (1Co 7, 9.38). Y el Apóstol aconseja a su discípulo Timoteo: «Quiero que las (viudas) jóvenes se casen» (1Tm 5,14). La Providencia no abandona al hombre, sea cual sea su condición: “Por lo demás, cada cual viva conforme le ha asignado el Señor” (1Co 7,17). Padres de la Iglesia insisten en la importancia de seguir los consejos evangélicos de forma libre, prudente y razonable. En casos excepcionales, puede existir obligación por una orden divina. San Alfonso María de Ligorio declara que aquel que, estando libre de impedimento y movido por una recta intención es recibido por el superior, está llamado a la vida religiosa. También lo afirma san Francisco de Sales (Epístola 742). Las influencias rigoristas a las que san Alfonso fue sometido en su juventud explican la severidad que le llevó a decir que la salvación eterna de una persona dependía de la elección de un estado de vida conforme con la elección divina.
P. Benito Martínez, CM.
[1] I, 343, 358; II, 253; III, 111. Ver René TAVENEAUX, Le catholicisme dans la France classique 1610-1715, t. I, S. E. D. E. S. Paris 1980 p. 158-159.
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