Recuerdo una acalorada conversación entre un hombre que prometía algo a una mujer, y la mujer a la que se le hacía la promesa. Terminó con la respuesta exasperada de ella: «Son solo palabras».

Ella se refería a las palabras en su sentido más débil: sonidos huecos, que solo llevan el aire que las respira. En cambio, hay otras palabras que son sólidas y llenas y rebosan de significado, palabras que llevan el alma de una persona a otra. Estas segundas transmiten vida. Llegan al interior, despiertan algo y nos hacen avanzar. Estas palabras más gruesas son cualquier cosa menos «simples palabras».

Cuando en el Libro del Deuteronomio Moisés se dirige al pueblo, sus pronunciamientos son ejemplos de esa variedad fundamentada y sustancial. Ante los hebreos, recuerda las palabras que en su día transmitieron libertad, protección y comunidad, y que ahora vuelven a ofrecer un futuro lleno de promesas.

En su carta, escrita siglos más tarde, Santiago refrenda este sentido más completo y firme. Proclama que nuestra propia existencia viene por medio de esta palabra vivificante, esta comunicación sólidamente confiable plantada en nosotros desde el principio. Es esta palabra siempre fiable la que nos salvará. Por eso nos pide que nos abramos a ella, que la acojamos. No basta con escuchar su sonido, continúa, sino que debemos poner esta palabra (La Palabra) en acción, traducirla en la vida cotidiana, haciendo cosas como cuidar del huérfano y de la viuda y del vecino necesitado.

Este sentido pleno de la palabra recorre muchos aspectos de nuestra fe, todos ellos basados en la realidad de que Jesús es la Palabra de Dios hablada a nosotros: «Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». En una carta a un sacerdote enfermo, san Vicente invoca este poder de la palabra: «No debemos dejar que las dificultades nos sacudan; están en juego la gloria del Padre Eterno y la eficacia de La Palabra y la Pasión de su Hijo».

Hay un significado específico de «palabra» sobre el que el papa Francisco ha llamado recientemente la atención; es decir, la Biblia como palabra. Destaca la interrelación, siempre giratoria, entre Jesús como Señor, nosotros los cristianos y las Sagradas Escrituras.

Por un lado, es Jesús nuestro Salvador quien en su Espíritu abre nuestras mentes y corazones a lo que realmente significan los textos. Pero por otro lado, si descuidamos estas Escrituras, enseña el Pontífice, no podemos dar mucho sentido a la misión de Jesús y de su Iglesia. Cada uno se apoya en el otro, en la persona de Jesucristo, y en estos escritos sagrados que, de una u otra manera, tratan de Él. Citando a San Jerónimo, Francisco insiste: «Quien ignora las Escrituras ignora a Cristo».

Escuchar atentamente las lecturas en la Iglesia cada domingo es una forma importante de digerir la Palabra. También lo es leer la Biblia a lo largo de la semana, así como hacer alguna lectura sobre temas espirituales y religiosos, o sobre la vida de los santos: todos son medios para agudizar nuestro oído.

La cuestión es dejar que estas palabras especiales entren, que echen raíces, para que no sean «sólo palabras», sonidos eclesiásticos con poca conexión con la maravilla de la presencia de Dios en nosotros y a nuestro alrededor.

En el mejor de los casos, estas palabras están vivas. Llevan la persona misma de nuestro Señor Jesús hacia nosotros. Nos inspiran y fortalecen. Nos impulsan a realizar el tipo de acciones que hacen realidad el Reino de Dios en la tierra, como en el cielo.

Hay una estrofa conocida que, como sólo la poesía puede hacerlo, transmite este importante significado de «Palabra».

«La mañana despunta como la primera mañana.
El mirlo ha hablado, como el primer pájaro.
Alabado sea el canto, alabada sea la mañana,
Alabado sea el canto, fresco de La Palabra».   (Eleanor Farjeon)

…fresco de La Palabra que es Jesucristo, Dios hecho uno de nosotros y habitando en medio de nosotros.