El siglo XXI presenta a Europa teñida de increencia. Dios ya no significa nada para la mayoría del mundo occidental que lo considera indiferente o antagonista. Con todo, hay muchos que le ven como un amigo necesario y también son muchos los que le consideran el eje del mundo, aunque dé miedo ponerse delante de este misterio tan tremendo que es Dios. Pero ¿existe Dios? Es vital dar una respuesta acertada, porque, según la respuesta que dé cada uno, su vida tomará un camino concreto.
A través de la historia vemos cómo los adinerados han negado o reconocido a Dios, según interesaba a sus negocios. Cuando interesó mantener sumisas a las masas, se acudía a la bienaventuranza eterna que Dios daría a quienes vivían su pobreza. Dios era su consuelo y hacía soportable su miseria. Pero, cuando interesa vender y consumir, se niega la otra vida. Sólo existe la vida presente, y hay que gozarla comprando y gozando de todos los bienes sin necesitar a Dios. Hay que propagar la “muerte de Dios”.
La increencia se ha generalizado al considerarla signo de modernidad (LG, 4). Creer en Dios y practicar una religión parece producto de la ignorancia o del miedo. En la sociedad actual ya no vale “la fe del carbonero”, sólo los argumentos que la razón humana expone para legitimar la existencia de Dios. La educación religiosa urge hoy día para vivirla y enseñarla, porque hay agnósticos que se han planteado la cuestión y han concluido que Dios es una hipótesis y que nadie puede probar que exista o que no exista. Y, si no hay argumentos para probar que exista, lo mejor es acostumbrarse a vivir sin él. Es difícil encontrar salida al agnosticismo. Acaso solo valga el argumento de que la justicia triunfa si se admite la existencia de Dios o que haya tantos hombres y mujeres que renuncian a muchos placeres por defender los derechos de los pobres.
Más que un ateísmo que ataque la creencia en Dios, hoy es corriente la indife-rencia. Se deja de lado o se niega la religión cristiana y se aceptan otras religiones que tocan lo esotérico. Crecen las críticas a la Iglesia católica, acusándola de estar aliada con los ricos o de haberse estancado y ser anticuada, incapaz de dar respuesta adecuada a los problemas materiales y espirituales de hoy. Se critica y se cuestionan muchas directrices del magisterio eclesial, especialmente en cuestiones sociales y sexuales, y muchos abandonan las prácticas religiosas, en especial la Eucaristía -único lazo que los ataba a la religión-, pierden la fe y se desvinculan de la Iglesia.
La increencia es frecuente en personas a las que nadie les ha hablado de Dios ni de la religión. Dios no es una cuestión para ellos. La única cuestión es vivir satisfechos y asegurar la felicidad de cada día. Se instalan en una vida humana reducida a la función social de vivir sin problemas. La vida de los que creen no les interroga. Y los creyentes tienen que preguntarse por qué su vida nada dice a quienes viven a su lado, por qué pasa desapercibida la entrega de Paúles e Hijas de la Caridad al Dios de los pobres. Más que abrirnos al amor y a la esperanza, nos encerramos en el modo de dar culto, hasta el punto de que la gente que nos ve considera nuestra práctica religiosa como superstición o magia, cuando participamos en los sacramentos, como si obtuviéramos la gracia y la salvación solo por realizarlos con ciertos detalles sin ningún requisito por parte nuestra. Otras veces se le exige tanto al hombre para salvarse que más que gratuita parece una salvación pelagiana, lograda por el hombre sin necesitar a Dios. Su Dios es el dinero, los placeres, el poder. También los discípulos de san Vicente, santa Luisa y del beato Federico, con escándalo de muchas personas ansiosas de experimentar la presencia de Dios, que se van a sectas, en especial orientales, a sentir esa presencia divina.
Ante este panorama ¿cómo reaccionamos los hijos de san Vicente, santa Luisa y del beato Ozanam? Unas veces a la defensiva, acomplejados ante el acoso hostil del mundo, ante el número cada vez más pequeño de creyentes, ante las insinuaciones de que Dios, la fe y la religión son cosa de personas sin formación. Acogemos una falsa inculturación y acomodamos nuestra fe a los criterios del mundo, valgan o no valgan, con la disculpa de que hay que respetar la libertad de los demás, pues todos tienen derecho a que se respete su forma de creer y de pensar ante la avalancha de migrantes con gran diversidad de religiones o con ninguna. Hay que dialogar con la cultura moderna, pero con criterios de fe cristiana.
Ante estas posturas se busca refugio en grupos vicencianos o de creyentes donde es fácil encontrar a Dios, vivir la fe y sentirse a gusto, evangelizándolos a nuestro modo y amortiguando nuestra conciencia. Pero ¿dónde hemos dejado la evangelización de los increyentes? Acosados por la cobardía o la vergüenza, es tentador cobijarse en esos grupos o en la comunidad practicando el culto, pero olvidando que el claustro de las Hijas de la Caridad son los caminos de los pueblos y las calles de la ciudad, y olvidando las palabras de Jesús “sois la sal de la tierra y la luz del mundo”? (Mt 5, 13s).
Hay que tomar conciencia del profundo divorcio entre la cultura moderna y la fe cristiana tradicional. No se puede seguir actuando como si nada hubiera pasado. Lo que la sociedad está pidiendo son signos de credibilidad. “Mostrad los frutos de una sincera conversión”, decía Juan Bautista (Lc 3, 8). De una conversión personal y comunitaria.
Los vicentinos deben vivir una experiencia religiosa, porque “los hombres de nuestro tiempo y de manera especial los jóvenes necesitan ver en la comunidad cristiana el signo de una vida reconciliada, justa, alegre, algo nuevo y diferente que les ayude a creer en Dios y buscar en él la autenticidad y la plenitud de sus vidas” (Conf. Epis. Esp. “Testigos de Dios Vivo”, n. 58). La sociedad no ha logrado hacer un paraíso en la tierra, al contrario, ha erigido un edificio con una fachada esbelta, pero incómodo para ser habitado. A pesar de haber creado a los hombres para que sean felices, los pobres no son felices. Y es algo escandaloso que puede llevar a rebelarse contra Dios o a negar su existencia. La pobreza es injustificable y ni la filosofía ni la ciencia encuentran una explicación, sólo la fe nos da luz para vislumbrar una solución. A pesar de ser Dios todopoderoso y absolutamente bueno existe la pobreza. De parte de Dios solo encon-tramos silencio. Pero Dios no envía ni quiere la pobreza. Es un misterio insondable. Algo que a veces es inevitable y contra lo que siempre hay que luchar.
P.Benito Martínez, CM
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