Hace algunos años, Caridades Católicas tuvo un local cerca del mar en Coconut Groove en Miami, una serie de casitas pequeñas y con una iglesita. Era dirigido por una monja, cuyo nombre no recuerdo, que, con un grupo de voluntarios, cuidaban de muchos enfermos de Sida. Nosotros, como Sociedad de San Vicente, visitábamos el local para ayudar en lo que podíamos. Más tarde, después que sacaron a los enfermos, tuvimos una oficina allí. Recuerdo un enfermo en particular, colombiano que nadie visitaba y que a veces se sentaba por horas en las afueras como para salirse del cuarto, no hablaba con nadie y un día, no sé porque me senté a su lado en silencio y allí estuve por varias horas, al siguiente día hice lo mismo. Me miro profundamente a los ojos y me dijo: Usted me da confianza, a lo que respondí: Hace algún tiempo un padre vicentino me enseño que la iglesia tenía muchos charlistas pero pocos escuchas y yo estoy aquí no para preguntar y mucho menos para juzgar.

Aquel hombre con lagrimas en los ojos me contó de su soledad y que lo habían abandonado su esposa e hijos, debido a su enfermedad, que se sentía bien porque había encontrado quien lo escuchara. Lo visité varias veces, hasta que el Señor por fin lo llamó a su lado.

En otra oportunidad, en la iglesia, siempre notaba de una señora no muy mayor que se sentaba en el último lugar en los bancos y que, mientras escuchaba la misa, no podía aguantar las lágrimas. Usé el mismo sistema y también ella se sacó de su corazón todo el dolor que sentía, contándome con lujo de detalles su dolor y el uso indiscriminado a las drogas. Luego de ganarme su confianza puede enviarla con los hermanos que la ayudaron a salirse de su drogadicción y creo que haya sido una mujer feliz y entregada a los mandamientos.

Nosotros, quienes militamos en nuestras ramas vicentinas, tenemos la obligación de ayudar al necesitado; pero la más importante regla es que escuchemos; dejemos que el que tiene un dolor lo vacíe en nosotros y que Dios nos dé la facultad de poderlos escuchar. La mayoría de las veces tratamos de acallar a la persona con nuestros consejos y no le dejamos que se manifieste. No importa lo duro que sea la historia, no es una novela, es su vida, y para poderlos ayudar debemos primero escuchar en silencio, sin decir una palaba, sin preguntas y mucho menos reprochar, o juzgar, sea lo que sea que nos cuenten.

Cuando la persona nos toma confianza es ahí donde debemos actuar y enviarla con los hermanos que puedan ayudarla, tampoco nos hagamos los sabelotodo y que podemos aconsejar de lo que debe hacer para remediar ese dolor, somos vehículos del Señor; pero no podemos tomar su lugar, para dar consejos que pueden ser negativos, elevemos a esa persona a algún cura o diacono para que sea atendida espiritualmente.

Por Víctor Martell

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