Todos los años el 25 de marzo las Hijas de la Caridad renuevan los votos, es decir, afirman ante Dios que están contentas de ser Hijas de la Caridad y quieren continuar siéndolo. La Compañía de las Hijas de la Caridad viene a ser una pirámide que tiene por base un cuadrado perfecto y por vértice a Dios. Un lado es la entrega a Dios, otro el espíritu propio y los dos restantes, el servicio y la vida comunitaria. Ningún lado debe ser mayor que los otros, aunque suele darse primacía al servicio. Sin embargo, la identidad de la Hija de la Caridad no puede ser el servicio a los pobres, que es obligatorio para todos los cristianos, o mejor, para todos los humanos, y son muchas las asociaciones que se dedican a ayudar a los pobres y lo hacen con dignidad. Si una mujer es Hijas de la Caridad es porque se ha entregado a Dios para servirle en los pobres en la Compañía con un espíritu específico. Por mucho que ame a los pobres y los sirva denodadamente, si no entra en la Compañía o si se sale de ella, no es Hija de la Caridad.
Los escritos de los fundadores y las reglas señalan que lo esencial es la entrega a Dios que hacen en el momento de entrar en el seminario y las reviste de un espíritu propio. Sus Constituciones dicen que “las Hijas de la Caridad, en fidelidad a su Bautismo y en respuesta a una llamada de Dios, se entregan por entero y en comunidad al servicio de Cristo en los Pobres, sus hermanos y hermanas, con un espíritu evangélico de humildad, sencillez y caridad” (C. 7). Se consagran a Dios para, pero nunca el fin es anterior al ser. Primero hay que ser y luego actuar.
Aunque las Constituciones actualizadas han resaltado la palabra entregadas más que consagradas, no es para rechazar que la entrega a Dios de una Hija de la Caridad sea una consagración, sino porque así se expresaron los fundadores y la Compañía a través de los siglos. Del Concilio Vaticano II se saca que la entrega a Dios de la Hija de la Caridad, también es una consagración, sin identificarla con la consagración canónica definida en los cánones 573, 731 del CDC que convierte en una “religiosa” a quien se consagra por medio de los votos públicos. Ciertamente el bautismo consagra a Dios a todos los cristianos, pero en la Iglesia se dice que está consagrada de una manera “más íntima”, la persona que sigue a Jesucristo por la pobreza evangélica, la castidad en el celibato y la obediencia. Esta consagración se aplica a las Hijas de la Caridad desde el día que entran en el seminario para vivir de una manera concreta su consagración bautismal con espíritu de humildad, sencillez y caridad. Y este espíritu es tan esencial que si no intenta adquirirlo, ninguna mujer es admitida en la Compañía. Pues “no recibimos a ninguna joven que no tenga intención de vivir y morir en la compañía”, le aseguraba Luisa de Marillac a la Gran Princesa, esposa del Gran Condé (c. 541).
Santa Luisa parece que ponía el servicio a los pobres en lo más alto de la vida de las Hijas de la Caridad, cuando escribía: Espero que guarden lo mejor que puedan sus reglas, sin perjuicio para los pobres, ya que siempre debe preferirse su servicio; no tengan escrúpulos en dejar cualquier acto de piedad por servir a los pobres, porque abandonar en caso de necesidad urgente la oración, la misa o dejar de cumplir algún punto de las reglas por servir a los pobres es dejar a Dios para encontrar a Dios que se encuentra sobre todo en los pobres (c. 249, 316, 638, 681). Y al final de su vida en una oración contemplativa explica que Jesús había enseñado la caridad para suplir la impotencia de rendir ningún servicio a su persona (E 98). El servicio es el ropaje de la entrega y sin él está desnuda, aunque no de manera única, pues una Hermana puede vivir fuera de la comunidad por un tiempo o servir a los pobres solo por medio de sus oraciones y enfermedades o en los puestos de dirección y sigue siendo Hija de la Caridad, pero no lo será si no se entrega a Dios en la Compañía y vive su espíritu de humildad, sencillez y caridad.
Se ha cerrado la base cuadrada que sostiene la Compañía. Sobre esa base se levanta el edificio espiritual que expone santa Luisa a sus hijas a las que deseaba que fueran todas santas para trabajar en la obra de Dios, pues no es suficuente ir y dar, sino que necesitan un corazón purificado de todo interés y no cesar de trabajar en la mortificación de los sentidos y pasiones, y para ello es preciso tener delante de los ojos la vida ejemplar de Jesucristo a cuya imitación han sido llamadas no sólo como cristianas, sino por haber sido elegidas por Dios para servirle en la persona de sus pobres; pues sin esto las Hijas de la Caridad son las personas más dignas de compasión del mundo (c. 257). De tal manera se identifican con Cristo, que los pobres, cuando las miran, no ven a una mujer, sino al mismo Jesucristo (E 105).
Al ver los resultados y ventajas de la medicina, la vivienda, el dinero, una Hermana puede considerarlos no solo necesarios, sino lo esencial. Necesita empaparse de las virtudes de su espíritu. Si el cuerpo, decían san Vicente y las primeras Hermanas, necesita un alma para vivir, el alma de la Hija de la Caridad necesita de otra alma para dar vida al servicio (IX, 1106s). Esa alma es el espíritu propio. Santa Luisa aclaraba que “no es suficiente ser Hija de la Caridad de nombre y estar al servicio de los pobres en un hospital, aunque sea un bien que nunca podrán estimar lo suficiente, hay que tener las verdaderas y sólidas virtudes para hacer bien la obra en la que tan felices se sienten de estar empleadas; sin ello, su trabajo será casi inútil” (c. 130). Y al final de su vida dirá: “Dios dé fortaleza y generosidad a la Compañía para mantenerse en el espíritu que Jesús puso en ella y dé la firmeza de perseverar en esta forma de vida del todo espiritual, aunque se manifieste en acciones exteriores que parecen bajas y despreciables a los ojos del mundo, pero que son grandes ante Dios y sus ángeles” (c. 717). Renovar los votos es es mantenerse en el espíritu de Jesucristo.
La preocupación por dar un predominio al espíritu, lleva tiempo cuajándose en el mundo desde que André Malraux apostilló que “el tercer milenio será espiritual o no habrá milenio”. En 1992, Jacques Delors volvió a resaltar esta inquietud: «Si en los diez años que vienen no hemos conseguido dar un alma, un espíritu, una espiritualidad a Europa, habremos perdido la partida». Pero solamente en 1997 se reconoció oficialmente, aunque con presupuesto modesto, el programa «dar un alma a Europa», «un alma para Europa, ética y espiritualidad».
P. Benito Martínez, C.M.
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