Todos hemos oído la frase: «vivir en el pasado». Suele tener un sesgo negativo: alguien se pierde las cosas buenas que ocurren ahora porque vive de los recuerdos de un día pretérito. Sin embargo, hay un tipo de recuerdo opuesto, un recuerdo que inyecta impulso y vigor al día de hoy. Son recuerdos de tiempos pasados que se desbordan en energía que se derrama en el aquí y ahora.

Un ejemplo podría ser la celebración del 50º aniversario de bodas. Es evidente que se remonta a medio siglo atrás, pero la forma en que la gente lo recuerda se ha transformado en vitalidad para el presente, la celebración festiva de este acontecimiento emblemático.

Este tipo de recuerdo positivo ocupa un lugar destacado en nuestra vida de fe. Un buen ejemplo aparece en la historia del pueblo hebreo cuando fue llevado cautivo y arrastrado al exilio en Babilonia. ¿Qué fue lo que les mantuvo vivos y unidos durante las décadas de esclavitud? Fue su recuerdo de Jerusalén, el traer a la mente y al corazón sus encuentros con Yahvé en aquella lejana y antigua ciudad.

Más que rememorar los buenos tiempos, su recuerdo les proporciona la resistencia y la esperanza para sobrevivir a su encarcelamiento. La necesidad de vida y muerte de recurrir a ese recuerdo se manifiesta en su apasionado lamento: «Si te olvido, Jerusalén, que se olvide mi mano derecha. Si no sigo recordándote, Jerusalén, que mi lengua se pegue al paladar». Y lo más llamativo de todo: «Si no te pongo, Jerusalén, más arriba que incluso mi felicidad, que mi lengua se silencie» (paráfrasis del Salmo 137). Su recuerdo tiene tanto que ver con la vida en el presente (y también con el futuro) como con cualquier cosa del pasado. Para los judíos en la diáspora, este tipo de recuerdo ofrece un propósito y un motivo de esperanza.

En otra conexión, San Vicente, en su consejo a una Hermana para que regrese a sus propósitos de retiro, también apela a la forma en que el alimento del pasado puede fluir en las circunstancias presentes. «Aquellos eran pensamientos que nos venían cuando tratábamos con Dios más familiarmente… Es bueno que los recojamos para que podamos hacer uso de ellos en tiempo de necesidad (actual)«.

Los cristianos reconocemos que esto mismo sucede cuando compartimos la Eucaristía, nuestro «memorial por excelencia», la recreación del amor de Jesús por nosotros en el Calvario. Decir «este es mi cuerpo, esta es mi sangre», transporta esa acción salvadora de hace 2000 años al presente. Esto es recordar como un desbordamiento —la misericordia y el poder y el amor del pasado, ahora fluyendo en el presente y abriéndose al futuro.

Las palabras de la Consagración terminan con el «Haced esto en memoria mía», claramente un recuerdo que trae el pasado al presente. Jugando con ese verso que se ha hecho famoso en los estadios de béisbol de hoy (Juan 3,16: ¡Léanlo!) no es que Dios haya amado tanto al mundo, sino que Dios ama al mundo —Dios, ahora mismo, dando y continuando dando ese amor a través de cada época.

La poesía suele transmitir mejor las cosas más profundas. Una letra de un himno moderno hace precisamente eso:

«Recordamos cómo nos amaste, hasta tu muerte.
Y seguimos celebrando que estás aquí con nosotros.
Y creemos que te veremos, cuando vengas, en tu gloria Señor.
Recordamos, celebramos, creemos».

También lo hacen las palabras de Rainer Maria Rilke sobre la inspiración de un poeta se hacen eco de esta verdad:

«Porque todavía no son los recuerdos mismos. No es hasta que se han convertido en sangre dentro de nosotros, en mirada y gesto, sin nombre y que ya no se puede distinguir de nosotros mismos… puede suceder que la primera palabra de un verso (poema) surja y salga de ellos» (Citado en Naming Grace, de Mary Catherine Hilkert, p. 51).

Los recuerdos se celebran… ¡y cobran vida!