En las noches del invierno, cuando la lluvia inunda las calles, el viento inclemente azota los techos de láminas corroídas y viejas rompiendo los plásticos de lo que los pobres y olvidados llaman “mi casa” yo, desde mi habitación cálida y cómoda, soy invadida por uno y mil pensamientos:
Me aturde la impotencia y lo que llamo corazón palpita intensamente, como si quisiera llegar a cada uno de ellos, mis hermanos, y, en un solo abrazo, acogerlos, prodigarles cariño, un techo digno y una comida caliente en su mesa.
Y un millón de preguntas me gritan y cuestionan ¿Por qué no haces esto y por qué no has hecho lo otro?
Y llegas tú, Vicente de Paúl, con tus palabras de esperanza y tranquilidad diciéndome al oído: “La perfección no consiste en la multitud de cosas hechas, sino en el hecho de estar bien hechas”. Entonces, mi angustia desciende un peldaño. Y me consuela, un poquito. Estamos compartiendo cenas solidarias en las calles, en los albergues, en los hospitales, y recuerdo esas bendiciones que nos gritan cuando acercamos las bandejas de comida y café a esas manos temblorosas, curtidas por la suciedad y frías como la noche: “¡Dios les bendiga hermanos!” Y en vez de ufanarme, ¡me sigo sintiendo vacía e inútil! Luego, la memoria me trae un lema de una Asamblea de la Sociedad San Vicente de Paúl, en el año 2016, que dice: “Transformar la Esperanza en Servicio”. Trato de comparar la dicha que tienen los religiosos vicentinos de tener el tiempo para amar, acompañar y servir al pobre, porque ellos han abandonado su casa, su familia y ponen su corazón, sus manos, sus pies, sus dones al servicio de quienes los necesitan.
Y quizás, queriendo alentar mi espíritu, vuelves tú, Vicente, con las enseñanzas compartidas a través de los 22 años de conocer tantos hombres, mujeres, e instituciones, seminaristas, sacerdotes, hijas de la caridad, parroquia de San Jacinto, Escuela de Teología San Vicente de Paúl, y de hermanos de las diferentes ramas que, con su testimonio, han enraizado en mi corazón el amor hacia el carisma vicentino. Y te escucho a través del Concilio Vaticano II: El Pueblo Dios, en donde no sólo los clérigos lo constituyen, sino que lo asumimos los laicos; en donde compartimos la fe, el servicio, las responsabilidad, definitivamente con más libertad ¡Para ir hasta donde el amor al pobre nos lleve!
Y, comienzo a recordad el dolor, la miseria humana, las raíces de amargura y la mezquindad de algunas personas ante la pandemia, que nos ha arrebatado amigos, familiares y me atemoriza que haya descubierto un corazón vacío e individualista de muchos que nos llamamos “seres humanos”, que somos creyentes y practicantes del Reino de Dios.
Me he sentido defraudada porque esperaba una respuesta masiva de acompañamiento de hermanos que profesan el carisma quienes se acuartelaron y les invadió el miedo. Lo comprendo, desde el punto de vista humano, pero me cuestiona ¿Y dónde está el compromiso de velar por los enfermos, por los que sufren? ¿Por qué no tienen pan en su mesa los que carecen de un trabajo?
Cuando mi Santo Preferido salió a las calles a asistir a los enfermos, a aliviar el sufrimiento, llevar comida, esperanza, buscar un techo y sobre todo ¡Ese abrazo y acompañamiento solidario!
Pero entonces, me dice San Vicente: “Mujer de poca fe, abre tus ojos y ofrece tus manos” ¡Y vi laicos ayudando a laicos! Una “Red de Caridad” motivante y decidida, desde la organización en la Parroquia, preparando bolsas solidarias de alimentos, donadas por los mismos laicos, y practicando el lema de “¡El amor es inventivo hasta el infinito!” Comenzamos a organizarnos con medicamentos, a repartir alimentos, a llamarnos e identificar las necesidades de oración, acércanos a las comunidades con las medidas que nos indicaban las autoridades. Unas nos hacían el mercado, otros nos llevaban al súper en sus vehículos, se utilizaron las redes sociales para llevar las eucaristías, para orar y sentir el acompañamiento de unos con otros, a pesar del distanciamiento familiar, comunal y laboral. Se compartieron altares dedicados a la Semana Santa, a las festividades santorales. Así surgió y se redescubrió el amor, la caridad y el acompañamiento.
Y también sufrimos la enfermedad y hasta la muerte de Sacerdotes y hermanos laicos muy queridos, que no se guardaron para sí mismos ofrendando hasta sus vidas. Lloramos y nos desanimamos ¡Pero no claudicamos! Hicimos campañas en pro de obtener plasma, misma que nos sorprendió con la respuesta y que agradecemos a personas que quizás nunca tengamos la oportunidad de conocer personalmente pero, que nos han marcado profundamente con su altruismo aún desde fuera del país. Y gracias a Dios continuamos participando de una manera activa cuando algún hermano necesita plasma, oxígeno y medicamentos especializados. Los laicos, según sus sus posibilidades, donaron dinero, compartieron alimentos, nos facilitaron contactar con personal de enfermería, laboratoristas y doctores para preguntar por los hermanos enfermos. Ellos nos hacían el favor de llevar los rosarios, toallas húmedas e introducían los teléfonos celulares a los hospitales para escucharlos, para decirles cuanto los amamos y que estábamos unidos en oración; realmente una operación hormiga que ahora lo digo con gran fe: ¡OPERACIÓN MILAGRO!
No quiero dejar de compartir, tres testimonios, de entre muchos, que en lo particular me han ayudado enormemente a afirmar el amor que siempre he sentido por el carisma vicentino:
Dos mujeres de nuestro entorno no tenían que comer. Una solo contaba una taza de frijoles para la semana; la otra, sólo arroz para ella y sus hijos. Cuando recibieron las muestras de solidaridad lloraron tanto pues Dios había respondido a sus suplicas a través de esos hermanos solidarios.
Cuando un pickup recorrió las principales calles del barrio con la exposición del Santísimo, quise capturar imágenes con el celular en las manos mas pude muy poco porque las lágrimas y una conmoción enorme no me dejaban hacerlo al ver la gente: personas mayores, jóvenes, hombres, mujeres y niños hincados en la calle clamando a Dios, saliendo de los pasajes y recodos de las comunidades, llorando, extendiendo sus brazos como queriendo abrazarlo. Pasó el Sacerdote bajo el sol inclemente dando la bendición con Jesús Sacramentado en sus manos (varias iglesias lo hicieron). Era como caminar en cámara lenta, y experimentar la necesidad de acercarse a Jesús. Producto de esta procesión en medio de la cuarentena, a raíz de la hospitalización y gravedad del Sacerdote de nuestra parroquia cuando se hizo la campaña del plasma, alguien se contactó con nosotros y dijo que quería donar plasma del mismo tipo que se necesitaba y que era muy escaso, porque él quedo muy conmovido cuando lo observó pasar por su casa con El Santísimo y sintió una mezcla de sentimientos, y al ver a la gente como clamaba y la sensación de paz que causó tener de cerca a Jesús ¡Un silencio de paz incalculable! expresó el joven donador.
Otro testimonio es de un hombre afectado por el virus y que necesitaba una medicina especial; teniendo la posibilidad de pagar por ella, lamentablemente, en ninguna farmacia, hospital o droguería se encontraba. Dios hizo el milagro que entre los medicamentos de nuestra parroquia teníamos 4 cajas de dicho medicamento, que claro compartimos.
He llegado a concluir que el dinero no es todo en la vida, que Dios está siempre con nosotros y que el amor, la solidaridad y la búsqueda del bien común es lo que hace invencible el Reino de Dios aquí ¡En esta tierra hermosa!
Y recordando a San Romero, en una reflexión de su vocación, se resume esta muestra de solidaridad en la bella expresión: “¡Con tu todo y con mi nada haremos ese mucho!”
Gracias San Vicente por revelarnos tú carisma al estilo de Jesús en los momentos de nuestras oscuridades.
“¿Fueron los hombres los que pusieron fuego en el corazón de tantas personas que se dirigieron allá en gran número para ir a socorrerlos?… No, Hijas mías, no fue obra de los hombres, está claro que Dios actuaba allí con su poder…” (IX, 232-233).SVP.
Rosa María Araujo.
El Salvador (MISEVI-SSVP)
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