Hay una frase que aparece bastante a menudo en las historias que tienen que ver con alguien que afronta sus límites. La frase es «mirar atrás». Alguien está en una situación desesperada pensando que no hay manera de superarlo, y entonces «vuelve» para algo más… y lo encuentra. Puede ser alguien que está en una maratón al punto de agotamiento, pero luego encuentra una energía que se eleva desde algún lugar más allá de él. O alguien que está tan mal herido que no puede perdonar, pero, en contacto con algo más, perdona de todos modos. O los ciudadanos se estremecieron hasta la médula preguntándose si su país puede siquiera mantenerse unido, y luego encuentran ese «algo más» que viene de otro lugar que los lleva a superar la situación.
Tales personas dan testimonio de una fuerza que no es suya, un poder que está fuera de su alcance. Pero cuando la buscan, está ahí.
Este tipo de acontecimientos ocurren en la vida de Nuestro Señor Jesús. ¿Cuál fue su experiencia cuando se encontró con situaciones sin salida, por ejemplo cuando fue rechazado por los líderes religiosos, o abandonado por sus discípulos, o sentenciado a muerte por crucifixión? Si pudiéramos describir lo que «buscó», ¿qué sería?
En su relato del bautismo de Jesús, san Marcos da una respuesta. Juan el Bautista ha bajado a Jesús al río Jordán. Al salir de las aguas, oye estas palabras: «Tú eres mi amado, en quien me complazco». Te amo. Marcos identifica al orador como «El Espíritu», el mismo soplo de Dios (mejor, el mismo aliento de Dios). Estas son las palabras que Jesús oye cuando mira atrás: «Tú eres mi amado. Te amo».
Esta frase es el testimonio de la esencia y el núcleo de la fuerza de Jesús. Es el amor, el poder que llega a una persona cuando se le asegura que él es el amado, que es precioso y que se le señala como digno de amor. La fuerza de esa verdad infunde fuerza, perseverancia y esperanza en Jesús en todo momento.
Muchos santos y escritores han insistido en que estas palabras, «Tú eres mi amado», lleva el peso amoroso de cómo Dios nos mira a cada uno de nosotros: como pueblo de Dios, familia de Dios, hijos de Dios. Ellos nos hacen imaginar los ojos de Dios, y luego dibujar esos ojos como amorosos, mirando a cada uno de nosotros con ternura y preocupación, con un profundo deseo de nuestro bienestar. ¿Cómo me pongo ante los ojos de Dios? Como el amado, el apreciado, cada uno de nosotros el favorito. O, como diría san Juan en otro lugar: «Amamos a Dios porque Dios nos ha amado primero».
San Vicente no dejó de apoyarse en esta verdad salvadora. Parafraseando una sección de sus Reglas Comunes, «…’el Amor de Dios’ que es tan grande que el entendimiento humano no puede comprenderlo; se necesita una iluminación desde lo alto para elevarnos y mostrarnos la altura y la profundidad, la anchura y la excelencia de este amor» (Volumen: 12; p. 213)
Esto es cierto en toda ocasión, pero especialmente durante estas situaciones de crisis cuando la gente tiene esa sensación de que «se ha perdido todo». Se acercan y dan testimonio de la llegada de ese algo más, de esa reserva de resistencia que se dan cuenta de que no puede venir sólo de ellos mismos.
Como nuestra fe manifiesta, este extra, ese algo desde el más allá es el amor bondadoso de Dios, que viene a nosotros desde el exterior, infundiendo fuerza y resolución, si entregamos nuestros propios corazones a este Gran Corazón, este Sagrado Corazón. Este amor fortificante y rescatador tiene un nombre: El Espíritu Santo, el aliento de Dios dentro de nuestro aliento, Dios respirando a través de nuestra respiración.
- Es el mismo Espíritu Santo que estuvo en el bautismo de Jesús insistiendo en que es el Amado.
- Es el mismo Espíritu Santo que llena a Jesús todo el tiempo, especialmente en esa hora en la cruz cuando se entrega a su Padre.
- Es el mismo Espíritu Santo que cada uno de nosotros puede «alcanzar» cuando nos enfrentamos a esos tiempos que parecen estar más allá de nuestras fuerzas.
Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, enciende en nosotros el fuego de tu amor, — y, mirando atrás, renovaremos la faz de la tierra.
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