El coronavirus destroza nuestro orgullo y nos lleva a reconocer nuestra impotencia para vencerlo. El orgullo es una característica de la humanidad desde sus orígenes, cuando los primeros hombres quisieron ser como Dios. Después de veinte siglos la sociedad piensa que ha alcanzado alturas insuperables en tecnología, informática, medicina; investiga las galaxias y descubre astros y estrellas insospechadas, haciendo realidad la ciencia ficción. Y viene un virus que se detecta, pero no se ve a simple vista, se impone y humilla a esta sociedad que desprecia la humildad. Quien camina por el suelo -humildad viene de humus, suelo- se convierte en gusano y se expone a que lo pisen, decía Kant, y Nietzsche añadía que la humildad, es la disculpa de los fracasados e incapaces. A pesar de la pandemia que sufrimos, quien no manifiesta sus valores, queda arrinconado. Para ser contratado hay que resaltar las dotes propias, aunque sean falsas, y pregonar los éxitos, aunque no existan. Los nuevos héroes a imitar son los potentados de los negocios y del poder o los famosos de la ciencia, deporte, el cine y la televisión. El hombre moderno prohíbe humillar a nadie y que nadie se humille. El orgullo se impone y Maquiavelo decía que es connatural a los hombres soberbios y viles ser insolentes en la prosperidad y abyectos en la adversidad, aunque sea una epidemia.
La humildad es una virtud del espíritu vicenciano que nos lleva a rechazar los métodos que facilitan vencer el coronavirus sin preocuparse del Reino de Dios. Hay peligro de creerse superiores y dolerse si otros pueden hacerlo mejor, porque creemos que solo el vicenciano tiene las llaves del buen servicio a los pobres. En el II Encuentro Mundial de Filosofía [Ginebra, verano 1998] filósofos, teólogos y científicos dijeron que el hombre “deberá desarrollar cierto grado de humildad en el siglo XXI y superar la actual arrogancia”, si quiere salvar la tierra del expolio de los especuladores. Las grandes revoluciones han venido por la manifestación ostentosa de grandes fortunas de unos pocos en contraposición con las privaciones humillantes de los pobres. ¡Cuántos asaltos a los conventos por la ostentación de los edificios y la forma de vida! ¡Cuánto peligro si los pobres ven que los pudientes pueden protegerse de, COVID-19, mientras ellos quedan contagiados!
La humildad es un conocimiento de la verdad de que el hombre no es Dios. “Tú, hombre, reconoce que eres hombre; toda tu humildad consiste en que reconozcas lo que eres”, sin añadirte ni quitarte nada, decía san Agustín. Es un barco que no puede escorarse ni a estribor ni a babor. El vicenciano humilde reconoce los valores que posee y los que le faltan, y recibe una fuerza del Espíritu Santo para aceptar y superar la enfermedad del coronavirus. La humildad no la suprime, pero ayuda a soportarla.
La humildad “trae al alma las demás virtudes”, decía san Vicente, y santa Luisa animaba a las Hermanas a poner el fundamento de su vida en la humildad (c. 540). Navegamos por el océano de esta epidemia en un buque llamado “vida espiritual”. Lo ha construido Cristo y nos lo ha entregado el Espíritu Santo. El casco es la fe, el timón es la esperanza y el motor es la caridad. La quilla que equilibra el barco es la humildad. La quilla parece insignificante, siempre va bajo el agua, pero permite al barco navegar con soltura. La fe es más divina, la humildad, más humana; la esperanza es más dinámica, la humildad, más asequible; la caridad es más perfecta, pero la humildad es el comienzo de la caridad. La humildad no se aprende en los libros, es fruto de una gracia del Espíritu Santo que nos hace sentir nuestra poquedad ante esta epidemia que nos azota. Durante esta pandemia la vida espiritual se construye día a día respondiendo a la acción del Espíritu Santo que queda inutilizado, si creemos que solo los científicos nos aseguran la inmunidad (E 87). Supuesta la fe, la única condición que el Espíritu Santo pone al hombre para librarle de esta epidemia es la humildad y reconocer su condición limitada, pues “Dios resiste a los soberbios” (1P 5, 5). Cuando los judíos del tiempo de Salomón analizaron por qué la naturaleza humana está inclinada al mal, encontraron la explicación en la rebelión de los primeros hombres por la soberbia de querer ser como Dios. Y la diversidad de idiomas la explicaron por querer alcanzar el cielo en Babel. Con todo, somos portadores de unos valores eternos (SL. c. 500). Reconocer los propios valores no es orgullo. A pesar del ambiente agustiniano que inspiraba a san Vicente y a santa Luisa frases de cruda humildad, él insistía en la alegría y ella alababa los valores de las Hijas de la Caridad y las invitaba a confesarlos (E 64), como Cristo, que, sin negar su mesianidad y “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios” (Fil 2,6). En eso consiste la humildad, en no alardear de lo que se es o se tiene.
Cuando santa Luisa tenía 37 años, hizo Ejercicios espirituales. Los tres últimos días los dedicó a la humildad y se espanta de su orgullo al meditar la humildad de Dios que crea sabiendo que la obra, por ser creada, será imperfecta. Creó a los hombres con la capacidad de unirse a él con la ayuda divina, ayuda que “llena al cielo de asombro”, pues al ver que la naturaleza humana finita, era incapaz de unirse a la divinidad infinita, el Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se humilla y se hace hombre, uniendo la naturaleza divina a la humana. Y ella se horroriza que Dios la haya creado libre y capaz de pecar, “haciéndole contribuir a él, en cierto modo, en mis pecados”.
El amor propio es la base de todo progreso. Lo vemos en los científicos que trabajan para encontrar una vacuna. También santa Luisa lo experimentó, y pone el remedio para que sea un amor propio útil: “Sé que su principal negocio y el mío, es humillarnos mucho, tanto más bajo cuanto más alto quiere elevarnos nuestro espíritu bajo bellos pretextos de unirnos a Dios por nuestra propia industria” (c. 542). La cultura moderna predica la libertad individual, pero, sin humildad, la libertad individual puede romper la igualdad a favor de los fuertes “Si nos examinamos, descubrimos que el amor propio es nuestro mayor enemigo y la causa de hablar unas de otras”. El orgullo agrieta a una Hermana cuando la atormenta la pena de no triunfar, reconoce que no lo hace bien y se revuelve hablando mal de las compañeras, aunque tenga en cuenta lo que decía Pascal: “Nadie habla de nosotros en nuestra presencia como habla en ausencia nuestra. La unión que existe entre los hombres está fundamentada sobre este engaño mutuo; y pocas amistades subsistirían si cada uno supiera lo que su amigo dice de él cuando no está, pues entonces habla sinceramente y sin pasión… Yo apuesto a que si todos los hombres supieran lo que dicen unos de otros, no habría cuatro amigos en el mundo”[1].
Las primeras Hermanas eran consideradas como una asociación acorde con los tiempos (c. 721; E 108). En la actualidad han tenido que prepararse y la gente ya no las considera sirvientas, sino profesoras o enfermeras que sin miedo a infectarse se acercan a los contagiados. Y se sabe que los oficios bajos producen humildad y los altos, orgullo. En el corazón de Jesús “estaba grabada especialmente la humildad y, no creo que exagere al decirlo, con preferencia sobre todas las demás virtudes”, dejándonos “un crucifijo y pasar por un ajusticiado”[2]. Las Hijas de la Caridad se sienten sirvientas de los contagiados de coronavirus y quieren tratarlos como a sus “amos y maestros” (c. 622).
[1]Pensées, 131. Œuvres complètes, La Pléiade, Paris 1954, p. 1126. SLM. c. 49, 116, 129, 191, 269).
[2]SV. XI, 486; SL. c. 516, E 72, 81
P. Benito Martínez, CM
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